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Final
La poca luz se cierne postrada sobre la curva de tu cuerpo. Entraba por la ventana aquella luz como un dedo acusador buscando una ruta sencilla para doblegar a la sombra entre los dos. En los ayeres concurridos solo el recuerdo tenía un ardor soluble en tu paladar, y se te fruncía el ceño y se te amargaban los ojos de avellana a los que poco provecho le pudiste haber dado. Ambos, leyendo un papel amarillo y craquelado que se desquebrajaba en nuestras huellas digitales haciendo del proceso un crimen exacto y del amor un murmullo.
¿Qué habría escrito en el papel? jamás los sabremos. tu y yo, cómplices del arrullo y de la destrucción tendríamos mucha suerte de encontrar algún signo enigmático en esas letras distorsionadas de nuestro pasado. Ya nada queda de eso. Fue entonces cuando abrí los ojos, o mejor dicho, moví los párpados para darme cuenta que no estabas y que el papel se sostenía solo de la triste figura de mi mano en una acera que no es mi calle, en un barrio que no es tuyo en una tarde que a nadie pertenecía. Puede que siempre haya estado solo imaginando que no solo la luz pobre de la ventana te daba forma en la oscuridad, sino que nunca hubo un rastro de ti ni de las cosas de ti ni de nada que se pareciera a ti.
Fui campo a través hacia la loma encantada de los muros invisibles. allí no encontré nada. fui a una cocina inventada de una casa derruida para abrirle la ventana a una pobre mosca que eternamente buscaba la salida, y la mosca nunca estuvo, y la cocina desapareció ante mis ojos, como un sueño inconcluso. Entonces me tiré a dormir a ver si ,soñando, se me subían al pecho los alacranes del recuerdo y no hubo escenario, no hubo sueño, solo estática y desolación. Entonces me desperté a voluntad y le di una patada a la estera de esparto que tenía por cama y me largué llorando. Y lloraba porque estaba caminando hacia atrás buscando en la memoria lo que nunca fue, y comencé a correr buscando trozos de recuerdo que me pudieran salvar de ese olvido tan traicionero que es la nostalgia prestada. Me comenzó a faltar el aire y me costaba respirar, tirado de rodillas en ese campo infinito de la melancolía, sobre una grama violeta que cortaba con caricias agresivas las palmas de mis manos. Y ese olor del camino, ese reflujo de bromuro que brotaba en arcadas desde el hígado hinchado del espacio donde me encontraba. Quizás era un sueño nuevo, o el sueño de alguien más tratando de despertar pensando que \"uff\" otra pesadilla. Pero no, era todo para mi en carne viva para que me diera cuenta lo cruel que es el olvido.
Decidí que la mejor forma de recordarte era cerrando los ojos y recorrer Pasajes a tientas buscando la silueta de tu rostro vikingo en el tremedal de los bazares. Y la rabia se hizo presente como se hizo la luz el primer día que la alondra dijo \"basta!\" y comencé despotricar con tanto recelo que se me hinchó el pecho y se me durmieron las manos, y en medio de una lluvia inmediata comencé a gritar tu nombre pero nada se oía. Y la rabia hacía de las suyas y desde el alfeizar de una ventana ronroneaba un ser de otra dimensión que no logro recordar de nada y me sentí cada vez más solo y más pequeño. Seguí gritando sin resultado de eco, sin una mirada de lástima que me indicara el camino en ese bulevar siniestro que alguna vez fue nuestra cama de hospital. Fue entonces cuando comenzó el olvido, cuando los recuerdos se apagaron, cuando las orquídeas que se comen a los hombres se cerraron como una crisálida perpetua, cuando el aliento de resino de las tardes verdes perdieron su encanto, cuando las viseras de Pasajes brotaron de su calle empedrada y eran de color azul y rosado y vibraban como un motor de gasoil. Y entonces comencé a olvidar todo: el color de la tierra, el color del animal rumiante que habitaba en mis canciones, el tinte rosicler de los amaneceres nublados, el vapor sincero de las calderas en nuestras almas, el jinete perdido en nuestras palabras de luto, el fervor de tus ovarios, el calor de tu vientre y el aviso en tus caderas. Comencé a olvidar el rastrojo por donde dábamos paseos alegres y el bismuto anclado en el amargo de las discusiones, el cangrejo que moría de frío a la espera de un encuentro, el atizador de metal da la chimenea que nunca tuvimos; el resquemor de las paredes donde rebotaban tus gritos, el consuelo aguerrido de las cortinas que ahogaban los gemidos y las tazas de café que se morían de tristeza junto a la mesa de noche donde la última vela que quedaba en el mundo se apagó para siempre y por siempre jamás. Se me olvidó el culebreo de tu mano en mi pijama, el tilin tilin de las notificaciones eternas que nada tenían que ver conmigo. Entonces, recordando una cosa olvidaba la otra, y se me olvidó aquella lluvia de hojuelas naranja que emergían de tu pecho en el que, explorando, vi cómo se consumía tu amor por mi.
Ahora el mundo se ha ceñido, de Pasajes no queda ni el vacío. se ha resumido todo en un papel viejo, amarillo, que se deshace en mi mano como el hojaldre, y en el que puedo ver un resquicio de signos negros de la tinta china; alguna vez habré pensado que eran nuestras lágrimas, escribiendo la carta eterna de los atardeceres. No pude caminar más, no tenía fuerzas para seguir pensando en tus labios de sirena encallada, en tus manos de elfa, en tus risos de bermellón, en tu amor glacial , en tus pensamientos repartidos por todas partes. Ya no pude sostenerme en pie, pues mis piernas estaban desapareciendo al ritmo de los grillos cantando el aria del anochecer. En ese sumario de recuerdos y de olvidos recordé que había olvidado la noche que te pregunté si eras solo mía, y tu, en la efervescencia del culto asentiste como una trova lamentable. Levanté la mirada que era lo único físico que quedaba de mi ser y allí estaba, navegando en el aire y con mirada estoica, un gato. Un gato del color del olvido.
Blas Roa