jvnavarro
TEMPLANZA
Hoy no me encuentro,
me he puesto el pijama
y ya miro por la ventana
el regreso de las aves
que nunca fallan.
A la misma hora de siempre
ya se les ve,
tal estatuas
en sus ramas.
Por allí en la Mancha
los mayores miraban
hacia ese horizonte
que entre luces
medio apagadas
siempre traía a los gorriones
y a las palomas torcaces
de vuelta a casa.
Aquellos hombres
habían estado en las guerras
de Cuba, Filipinas y África
y sabían mucho
de lo que costaba
llenar las panzas.
Eran,
los recuerdos me señalan,
flacos,
como Don Quijote
y juiciosos,
como Sancho Panza.
Se sentía la mirada
de aquellos hombres,
fría,
casi extraña,
parcos en palabras,
todo se lo jugaban
a decir poco
y de pasada
de ser posible procuraban,
en las conversaciones,
no dar al contrincante
nunca ni una mínima ventaja.
Los veo entre lejanas instantáneas,
con un cigarro de hebra,
en los labios,
como si el ser humano necesitara
del tabaco
en sus horas buenas
y en las malas,
y mientras fumaban
hablaban,
sobre las cosechas,
los hijos,
el precio del trigo
o de la cebada.
No había futuro
en aquellas caras,
todo era el poyo de la casa
y el banco de la plaza.
El presente sobe ellos mandaba;
el pasado eran los recuerdos
que les remordía las entrañas
y con el pretérito imperfecto
canciones cantaban
que desgarraban el alma.
Los recuerdo observando
el paso de las horas
mientras el sol
de media mañana
en la Solanilla (1) tomaban,
para poco a poco,
ya de retirada,
volver a sus casas.
No esperaban
de la vida nada,
la muerte siempre era
una cosa
que ella sola llegaba,
un día esto
y al otro aquello,
la siembra y matazón (2),
la recolección
y con lo poco
que en la cartera entraba,
si se podía se ahorraba
y si no se rezaba
a la santa del pueblo (3),
con devoción tan cristiana
que espantaba
hasta las lágrimas.
(1) La Solanilla era el lugar del pueblo donde los vecinos tomaban el sol. Allí el sol llegaba más intenso en los inviernos. Una pared blanca detrás hacía de frontón y de pantalla
(2) Matazón, se refiere a la matanza del cerdo/puerco/gorrino/cochino. Recuerdo como sobre una mesa se consumaba un acto criminal, vital y necesario para poder sobrevivir por aquellos lugares olvidados del mundo.
(3) En aquel pueblo la Santa era Santa Águeda y el Santo que nada mandaba, San Isidro, el Labrador.