Lo lírico es todo,
decía un trovador enamorado,
que subía por las enredaderas
de un viejo palacio,
como si fuera un grillo preparando
una serenata con tal
de levantar el ánimo
de aquella joven
de buen trato,
que en una torre encerrada
como si fuera una apestada
estaba a su desposado esperando,
que llegara de la guerra
trayendo entre sus manos
tesoros y regalos.
Versificaba aquel coplista
con tal garbo,
que no había más literato alguno,
en aquel reino
de mujeres separadas
de sus enamorados,
que aquel que por las noches
ya la luna detrás de un ribazo,
sin escalera alguna
tocaba a su ventana,
para llenarle el alma
de los sabores del membrillo
para cuando está más que granado.
Aedos si se cuentan
con los dedos de las manos,
igual no hubieron dos
en aquel año,
al cual se refiere este poema
que transita por tierras
de viejos cristianos.
Uno lo fue que murió
al caer desde lo más alto
de un pino tipo Mediterráneo
y otro,
recuérdese este dato,
medio rapsoda y bardo,
rimador de oficio
y vate muy estimado,
adivino y vaticinador
de lo que ocurriría
cuando regresara el señor
de aquel rosal tan bien regado.
Y ocurrió
que estando aquel juglar
una noche haciendo de recitador
de los de antaño,
llegó el señor
de aquel hermoso palacio
y con solo decir poetastro,
cogió al coplero
de allí donde hace más daño,
y sin más paracaídas
que un viejo sayo
lo lanzó por el ventanal que daba
a un hermoso lago
con no más agua
que la que cabe en el cuenco
de dos manos.
Ni que decir tiene
que nuestro amigo murió
del tortazo,
que se pegó con el suelo
tan duro como un peñasco,
no sin antes exclamar
con claridad de cielo blanco:
\"Por el cielo iba yo clamando,
que muero por morir
y tan a gusto me encontraba
yo entre tus manos,
que ahora que voy cayendo
noto allí
donde tu te endulzabas tanto
como que me viene algo,
que me hace sentirme
como si estuviera flotando\"