La vida es una mezcla
de química y
estupor.
—Émile Cioran
Eso dicen.
Estuve a punto de morir,
el helor ambiente fue decisivo,
determinante, y la medalla azul
que habitaba mi pecho me salvo
hasta hacer posible esta crónica,
esta pequeña semblanza que ahora,
torpemente, doy a la letra y la tinta.
Fue hace, calculo, no sé si bien o mal,
doce años, en el Trastévere en Roma,
la Piazza abarrotada como un día santo,
de carreras de caballos, tan típicas, sí,
en otras ciudades, como quizá Siena.
Un niño de pelo ensortijado, ojos negros,
escrutadores, que preguntan sin ortografía,
que con solo la sombra de sus pestañas
da asilo y descanso a cualquier tostamiento,
tan propio de las fechas que hacían, julio,
Italia, tan cálida como detergente, y el hambre
se dibujaba en sus harapos y sus pies descalzos.
Una lira signore —me suplicó—. Lo miré antes,
lo quise cartografiar al detalle antes de llevar
la mano a la cartera y deshacerme de esa lira
—si le diera no solo sería una, es poco—.
Si, al menos esa idea guardo de mí, decido
extender limosna a un menesteroso por la calle
es el corazón quien decide, y si produce el impulso
de abrir la faltriquera y detraer de mis escuetas
arcas un óbolo, aunque fuese, no opongo la razón,
nunca, me dejo hacer y acato ordenes superiores,
y si no se produce no lo hago, ni queda quemazón
con posterioridad porque soy fiel a ese impulso, sí,
que viene de dentro, de lo que soy en lo profundo,
en lo de verdad, y sale del recuerdo al olvido veloz,
en un pis pas, como si el niño no hubiera existido
nunca y fuera solo un juego perverso de la mente.
Se fue al recibir esa lira, ni me dijo adiós, solo
un giro sobre su pie derecho encaminándose
con la decisión del que consigue un trofeo de caza
hacia el punto exacto en el que lo vi, y probar
suerte de nuevo con otra alma cándida.
Sus ojos eran bonitos...