Un atril de insomnio erra intranquilo, y es una calistenia
sonrosada de ojos de miel que toca el clarín del tiempo
¡desbalanceando el dialecto de sus malhechores noctámbulos!
Son cuatro, y en el epicentro de su desmejorada atención,
una armonía de exhalaciones ahumadas de catetos índigos,
surcando los restos del mutismo de mañas cabalísticas,
entre sabores furtivos de indolencia y somnolientos atardeceres
que atragantan los últimos y vanos suspiros de mi mente desabrigada
de sueños escolásticos y vagabundos de misiones temperamentales.
¡Y rotan, todo rota, todo se bambolea al estruendo de salamandras
de almas sensibles y conciencias despiertas!
La devoción, un susurro de ninfas virtuales
y son la espera de la vida
o quizás la fatiga teatral del encuentro y el tedio de su macula casual,
los distancian, saborea lentamente su entorno, como raquítico espaviento
agasajando ideales de doncellas cantoras que atizan y
desparraman universos de sedas y tafetanes, risueños de dolor.
¿Será que carecen las horas, en días interminables de templanza?
¿O quizás les atribuyen distancia en el tiempo de un futurístico Big Ban
que ve el brote de mis versos dentro de mis entrañas?
¿Qué explicaría Aristóteles de nuestra errante búsqueda de sentido?
¿Por qué el universo nos deja en esta danza de perplejidad y deseo?