Bajo el sol ardiente del verano,
en un pueblo pequeño y pintoresco,
dos almas se encontraron por azar,
en un encuentro mágico y fugaz.
Sus miradas se cruzaron en la fiesta,
un flechazo instantáneo e intenso,
un amor que nació sin protesta,
puro, ardiente y sin prejuicio.
Con dieciséis años, la vida era un sueño,
el verano, su momento ideal,
para jugar, reír y amar sin freno,
bajo un cielo azul celestial.
Junto a la presa, bajo las choperas,
se juraron amor eterno,
entre susurros, besos y caricias,
alumbrados por la luna tierna.
Días de felicidad sin medida,
risas, juegos y complicidad,
un amor que crecía sin medida,
en la dulce inmadurez de la edad.
Pero el verano, como todo en la vida,
tiene un final inevitable,
y la despedida, triste y sentida,
dejó un vacío irreparable.
Lágrimas y promesas de reencuentro,
un adiós que dolía en el alma,
cada uno con su propio destino,
esperando con ansias la calma.
Cartas como puentes de comunicación,
en una época sin tecnología,
alimentando la llama de la pasión,
con la esperanza de un nuevo día.
Años que pasaron, recuerdos que quedaron,
un amor que nunca se marchitó,
la marca indeleble de un verano,
donde el amor por siempre floreció.
En la distancia, sus corazones latían,
unidos por un invisible hilo,
esperando el momento de reunirse,
y revivir su amor tranquilo.
Y aunque la vida los separó,
su amor nunca se extinguió,
un faro que brillaba en el silencio,
un amor que siempre los unió.
Un amor que vivirá por siempre
en el recuerdo, un amor mágico,
único, que, por siempre,
perdurará entre los dos.
Gonci