Alberto Escobar

De las arenas el número...

 

Conozco de las arenas 
el número y las medidas 
del mar. 

—del oráculo a Creso.

 

 

Arena casi blanca, arena
de ciertas dunas que todavía,
pasados ya veinte años, siguen
detrás, escoltando esos recuerdos,
esas promesas que nos prometimos
con ya escasa luz, el sol posponiéndose
tras una montaña al fondo, o eso quise
entender que era, y tu mirada lo decía
todo, no hacía falta apostillar con la voz
lo que ya desprendías, lo que me juraste,
amor eterno por cierto, y yo me lo creí,
yo, que entonces creía todavía en los Reyes
Magos, en que Peter Pan era y sigue siendo
eterno en su niñez, en su irresponsabilidad. 
Quemaba, eran las ocho y media, o algo así,
y el arrebol extenso sobre la arena paspartú
perfecto a ese prometer hasta el meter,
y una vez metido se olvida lo prometido,
un ardor que se explica y se perdona dado
el excedente de sol que permanecía remanente
en las cuatro retinas, y que ardecía la sangre,
el puvis y los líquidos que desde dentro, vapor,
reventaban hacia afuera, y allí mismo, a la vista
del respetable, hicimos el amor, o follamos,
para ser más exactos, y hasta las gaviotas,
sin contar los niños que aún no abandonaban
la playa, pararon el festín vespertino para recrearse
en la hondura y preciosidad de las posturas, tanto
que entre ellas —se decía que la homosexualidad
les abarcaba también— se dieron en imitar y ejercer
la cópula que la época les exigía por instinto, y los
niños, escandalizados, llamaron a sus padres, y ellos,
contagiados por los efluvios que el amor rezumante
emanaba, se desnudaron al lado hasta no poder menos
que imitar las contorsiones como si fuéramos una suerte
de reproducción en carne y hueso del Kamasutra. 
Al cabo de dos horas las aguas de la playa volvieron
a su cauce, a su salinidad primigenia, y a la marea
que, baja, dejaba al descubierto la vergüenza latente,
no expresa, de ella y de mí, cubierta por la altamar
del deseo de ese momento, en ese marco incomparable...