🇳🇮Samuel Dixon🇳🇮

Égloga

Égloga

Una historia gélida: relato del condado;
suceso campesino que es reto recordado,
la proa vacilante y el dardo usurpador.
León, tierra de ensueño, testigo milenario
en ti, se hallan las huellas del hombre legendario;
aquel que, jornalero, creyó ser buen pastor.

Biskek, hijo pródigo del crudo marinero
alzó la vista al monte con eco mensajero
y dijo a su abuelito: —mi padre loco está...
apenas y ha tenido la senda por certeza
y cree ser un hombre sentado en la riqueza,
olvida que la vida se va en el más allá.

—¿Qué dices hijo mío? —Responde el pastorcillo
con eco de profeta, sentado en lo sencillo;
en una piedra inmensa, la cual llamó Gorjal.
—El gourmet de la casa...  —lloró aquel jovencito—
le dio a tomar elixir y así, poco a poquito
mi padre, el jornalero, consume su ideal.

Mandó a comprar ovejas y tierras ejidales,
la lucha de la mente vació los pedestales;
pues toda su creencia despliega como mies.
Su mihrab ha vendido, también el gran canistro
creyendo, empedernido, que Dios lo hará ministro
del templo tan longevo, sempóleo de los pies.

En eso, se oyó un grito, muy dentro, en la montaña,
un grito desafiante con aires de patraña:
—el buen pastor se acerca, salid a recibir.
Yo soy Bucolo, el grande,  yo tengo la prognosis,
la llevo entre mi pecho, soslayo toda agnosis
aquí, con mi rebaño camino al porvenir.

—Mi padre —dice el joven— conduce la hermenéutica
(ovejas resistentes que en toda propedéutica)
la gloria pues persiguen y retan al amor.
Su esposa, Hermenegilda, dejó el hogar un día,
después de darse cuenta que toda su agonía
es obra, mohalaca, razón de algún tenor.

Moheda, su ayudante, detuvo el recorrido,
diciendo en desacuerdo: —¿qué pasa resentido?
Dejad que el pastorcillo retoque su violín.
Humanos inefables, vigiles de carroña
—responde el gran Bucolo— despidan la zampoña,
mi vida la he cambiado por gozo, parlanchín.

—Al niño, no le grites, —discurre el otro duque,
no es justo que le trates, ¿no existe quién lo eduque?
Que todo buen rebaño se afilia al pundonor.
La oveja más perdida, la prímula de antaño
se goza sin medida con todo mi rebaño
y esto es prueba, no niegues, la fe siempre es mejor.

—Pastor, —dice el arriero— no niego mi tristeza,
su niño es un tesoro, de gran naturaleza
y vive, agradecido, buscando lo mejor...
Yo soy la espina cruenta que sufre por amores
y llevo como emblema la hiel de los rencores,
pues ella, se ha burlado de mí, por otro amor.

En eso se aparece, de túnica y sombrero
un hombre sin mentiras, un genio caballero
llevando en su manada la esencia, sin desliz.
Él es la prueba cierta, de honores y trabajo
y dice con certeza, callando al agasajo:
—Jesús, mi buen amigo, sostuvo la raíz...

Al verlo, el jovencito, gritó su desventura:
—Señor, que siempre escuchas, brindadme la dulzura
que, poco a poco caigo, rendido sobre el mal...
—Tranquilo gran muchacho, —le dijo— ya no temas,
yo soy pastor del campo, dejad a los problemas,
el padre que tú tienes, dirá lo que es fatal.

—¡Qué bueno! Dos pastores, del cielo, Nazareno,
que toda las moradas despojen su veneno
y reine entre nosotros la vibra del saber.
Mi abuelo, mensajero, se llama Franco Lumen
y es toda maravilla, su gloria está en el numen,
predica las verdades, es todo su deber.

Así, como prodigio con voz tan suculenta
el nieto tan enhiesto, gritó con rima cruenta,
—pastores de la vida, seguid la bendición...
mi padre tan querido, sumiso y detallista,
que olvide al sufrimiento, que siga la conquista
y clame su barullo, libando al corazón.

Lo dicho por el joven causó gran melodía
y aquellos dos pastores unieron bizarría
llevando sus rebaños, muy cerca del edén.
También, aquel arriero dejó su pesadumbre
y dijo de contento: —la niebla y la costumbre
son dardos tan dañinos, causantes del vaivén.

                                  Samuel Dixon