Hay un fantasma en mi espejo,
se esconde tras su pared, aterrado.
No puede hablar ni moverse,
solo se alimenta de su propio pasado.
Inmune al paso de las estaciones,
se aferra al espejo que lo mantiene vivo,
cuidando de los barrotes que lo aprisionan,
sacando brillo a su propio pesar.
El lamento sordo vuela con el viento,
perdiéndose en un laberinto de inmensidad,
girando entre cruces y esquinas,
de su ya nublada y perdida conciencia.
Ya no es humano, no teme ni piensa,
solo se aferra a su propio destino.
En un océano navegando sin timón,
que en verdad es un charco profundo.
Su dolor se volvió sordo y compañero,
pues la vida es lo único que le queda.
Su mayor castigo y su mayor alivio,
el que no se rompa su frágil mundo.