La divina molécula de colosal travesura
no permitió que en sus aristas acariciantes
y felices, ningún vicio se ocultara
sin ser desafiado en la quinta resonancia
de su humanismo enhebrado.
Las negras marañas exhalaron sus alientos,
filamentosos, de centrípetas alas
sobre los huesos esparcidos de luna punteada;
sus pupilas se convirtieron en música sombría
que repetía: “por el hilo se saca el ovillo”,
taconeando en arpas huérfanas de un miedo feroz.
Cien cuervos agrietaron el cielo en una hidratación
odorífica de tinieblas depiladas de un dolor insincero,
surcando los estigmas celestiales de absurda desvalidez.
Escarneciendo los vestigios de lo que fui,
ligué mi esencia al génesis de mi alma
incomprendida. ¡Ah, taimada desmesura!
Ahora, el azogue pregona en el devenir de los tiempos.
Comercializo sombras y luces desprovistas de melancolía,
orejas griposas que bailan el tango de la muerte
en la noche estrellada de versos, en el río Danubio,
bajo los soplos bucólicos del viento,
en el lecho lexicológico de la polifónica vida.