Alberto Escobar

Corro

 

 

 

Corriendo. 
Siguiendo una senda
que no sé hasta donde llega.
Los árboles no me dejan ver
el bosque aunque, sin duda,
son parte de él —si seguimos
el hilo del refrán, no—, y cruzo
la línea divisoria que marcan,
uno tras otro al borde de esa senda, 
son eucaliptos, y entro en un mar
ignoto y peligroso, cuya vegetación
es tan espesa que el verde primigenio
se hace azul paulatino, y los monos,
con Tarzán a la cabeza, me indican 
que a la derecha y yo, confiado, sí,
les hago caso asumiendo su buena fe,
y sigo andando en esa dirección fatídica;
un león de frente, no me quita ojo, saliva
cayendo sobre las fauces, se me viene
de repente las parrillas de pollo asado
que trinchados y dando vueltas veía niño
en la calle de las compras, reculando suave
para no contrariarlo, me voy despegando
bajo la sorpresa de que el león no se inmuta,
se aquieta a su sitio cartón piedra, me alejo
hasta que estoy a la distancia adecuada para
romper a correr, miro hacia atrás y el león
sigue como pintado en un mural, con las fauces
permaneciendo en su estado chorreante pero
sin llegar a optar por la presa que era yo. 
Abrí los ojos de repente, en la plena vorágine
de mi angustia, era una pesadilla, otra más. 
Me quedo un rato más, era temprano, sin luz
en la calle y los pájaros, ya, disputándose
el título diario de mejor piador del barrio;
bajo la ventana a fondo y incoo nueva dormida.
A ver si es posible...