El precipicio nunca descansa
como la muerte arrancada
a los ángeles caídos
que prohibieron mis ojos,
entregado
a la evanescente rosa
cuyo alto laberinto
se desvela con yedra,
compelido en la arena torcida
y brumosa,
musitando si eras digno
de su sangre pasajera
al ser proclamada
una vigilia entera,
ofrecido
al verso más cruel
o a la desnudez selenita
de una esfinge
convertida en aroma
de desierto,
las historias verdes de tu boca
cuelgan desamparadas
de una raíz salvífica
que te separa de los dones
y consuman
la ceniza del silencio,
saliva arborescente de una chispa
el estigma favorito
del aire que respiras.