María García Manero 🌸

El juramento

Luciendo un vestido negro,
 
mantilla de tul calado,
 
un crucifijo en el pecho
 
y semblante demacrado;
 
hasta la iglesia del pueblo
 
llegó esa noche Rosario.
 
Adentro todo en penumbras,
 
solo cirios alumbrando,
 
y ella, sumida en pesares,
 
frente al altar y el sagrario,
 
hincada pidió con fe
 
al Cristo en la cruz clavado.
 
Con la voz entrecortada
 
queriendo ocultar su llanto,
 
mirando a la imagen santa
 
con sus ojos apagados,
 
suplicaba entre sollozos
 
volver a ver a su amado.
 
Sergio partió hacia la guerra
 
hacía casi tres años,
 
pero juró por su honor,
 
con una biblia en la mano,
 
que de regreso en el pueblo
 
desposaría a Rosario.
 
Ella, con el alma rota,
 
lo vio partir a caballo;
 
él, sin mirar hacia atrás,
 
se alejaba galopando
 
con tristeza en las entrañas
 
y el corazón desolado.
 
En las primeras semanas
 
las tormentas arreciaron;
 
el ambiente frío y lóbrego,
 
un espectral escenario,
 
envolvía todo el pueblo
 
como un oscuro sudario.
 
Iban pasando los meses,
 
Iban pasando los años,
 
y a la iglesia, cada día,
 
iba llorando Rosario
 
porque no llegaban cartas
 
ni noticias de su amado.
 
¡Ya corrían los rumores
 
de que lo habían matado…!
 
Las mujeres en la plaza
 
contaban que aquel hidalgo,
 
rompiendo ese juramento
 
que un día hiciera a Rosario,
 
en algún pueblo lejano
 
él ya se había casado.
 
Ella no perdió la fe,
 
en Sergio siguió confiando,
 
y en aquel amor tan puro
 
que para ella era sagrado
 
y por el que esperaría
 
aunque pasaran mil años.
 
Reina el silencio en el pueblo,
 
llora en la iglesia Rosario;
 
de pronto se oye a lo lejos
 
el relinchar de un caballo
 
y el sonido de unos cascos
 
que se estaban acercando.
 
Las mujeres se quedaron
 
en la plaza murmurando;
 
los hombres, con desconfianza,
 
se quedaron vigilando
 
al jinete que a la iglesia
 
se acercaba en su caballo.
 
Desmontó frente a la puerta
 
y se acercó paso a paso,
 
se detuvo en el umbral…,
 
frente al altar vio a Rosario
 
y corrió sin detenerse
 
para tomarla en sus brazos.
 
Y se fundieron los dos
 
en el calor de ese abrazo,
 
dejando atrás tanta angustia,
 
tantos miedos, tantos llantos,
 
tanto dolor, tanta espera,
 
tantos momentos amargos.
 
Al llegar el mes de junio
 
con el cálido verano,
 
también llegó ese momento
 
que tanto esperó Rosario
 
desde aquel día que Sergio
 
partiera con su caballo.
 
Había fiesta en las calles,
 
todo estaba preparado;
 
la iglesia llena de flores
 
en el altar y en los bancos;
 
él, con su traje de gala,
 
ella, vestida de blanco.
 
Llegó el obispo hasta el pueblo,
 
llegaron los invitados
 
y en hermosa ceremonia,
 
esa tarde de verano,
 
cumpliendo su juramento
 
Sergio desposó a Rosario.