Mi casa está donde mi cuerpo está.
Mis penas, mis alegrías, mis torpezas.
Llevando la historia encima, la mía,
y la de todos los que me recuerdan.
Desgastando con el tiempo la piel,
como un traje raído, de tanta espera,
de tanto revolcarme con la ilusión.
Desarmando mi inconsistencia.
Fluyendo mi lánguida esencia
y abrazando mis extremidades,
que juegan a construir un patio
donde puedan huir mis desvelos
y donde se ajusten los pliegues
que la urdiembre de los años
(a la que puedes llamar vida, o no)
ha dejado sobre esta piel de otoño.
Mi casa es donde mi sombra duerme,
donde ninguna casa puede estar,
y el cielo descansa adentro, quieto,
en reunión con la tierra que un día
con paciencia me reclamará.
En tanto, hay días aún de tibio sol,
en los que rota la tierra en silencio
y el viento deja oír algunos cantos,
desde algún lugar de la imaginación,
que invitan a remover los cimientos.
Rodar es hacerse uno con el universo.
Verso, música, luz, y eterna piel de amor.