Alberto Escobar

Víboro

 

 

 

La pared vibra, yo también. 
La simiente es extraña,
deambula y se cuece, tras 
de sí va alzándose una duda.
La razón siempre precede 
cualquier tentativa, hasta incluso
la más absurda y tú, desde aquí,
desde esa atalaya que desde aquí
no se ve, pretendes divisar mi intestino,
y adivinar sin estudio previo cuál es
su funcionamiento, cuando, ya hace años,
intento dar con ello sin apenas acercarme.. 
Tu padre murió ayer, me lo dijiste entre nubes
de sollozos, y yo, con un rictus de circunstancia, 
te dije que ya sé lo que es eso, que lo viví mucho 
antes que tú, tanto que apenas, o se podría decir 
que no —no apenas— me acuerdo de lo que sentí, 
y tanto no me acuerdo que cuando quiero recordar
tengo que llamar por Skipe a mi hermano mayor 
para que me recuerde qué fue lo que sentí en ese 
momento —no podía verme, por lo tanto, es lo 
normal llamarlo si quiero informar a alguien 
de lo que ese día sentí—. 
La música no siempre es suficiente,
y todo lo que no tiene nombre
no existe, como no existe tampoco
aquella o aquello que no sale por televisión,
y si quieres ser recordado tras tu muerte
—a mí me da igual, si te soy sincero, porque,
si somos prácticos, ¿Me devolvería a la vida?,
no creo—, deja una obra en piedra y muere
joven y bella, o si no es en piedra en un formato
que pueda perdurar tanto como esta sin que 
un terrremoto sepa dar al traste con ella y que,
tras las labores de desescombro, termine en un
desguace o, lo que es peor, en la sección de sucesos
de un periódico de tres al cuarto que, porque así
son los periódicos, acabará en una planta
de reciclaje cerca de tu casa para dar papel
futuro a la futura tinta, y que esto, en el futuro,
acabe haciéndose presente en la misma recicladora
cercana a tu casa y al lado de tu trabajo. 
La pared sigue vibrando —voy a apagar el vibrador—.