En el jardín de las mentes,
la ideología germina
como una semilla insidiosa.
Sus raíces se entrelazan con el pensamiento,
contaminando la conciencia.
Los síntomas son sutiles al principio:
palabras que se aferran como parásitos,
creencias que se arraigan como maleza.
La elocuencia, esa dulce engañadora,
seduce con promesas de coherencia y pertenencia.
Pero la realidad, como un espejo implacable,
refleja los estragos causados por la ceguera ideológica.
El mundo sufre, aunque muchos no lo vean.
Sin embargo, hay almas que despiertan.
Como exploradores intrépidos,
descubren las heridas que sangran en la sociedad.
Observan las condiciones impuestas por la ideología
y pagan el precio de sus creencias.
Algunas se llenan de esperanza,
mientras otras aceptan las disonancias.
Estas almas, como árboles resilientes,
buscan su camino.
Forjan voluntades nuevas,
trazan caminos inexplorados.
En un mundo diáfano,
donde la luz de la verdad
trasciende las sombras,
crecen frutos frescos.
Sus ramas se entrelazan,
formando un dosel de armonía
que desafía las luces parciales de la ideología
que deberá enterrarse
en el cementerio de la historia.