Han sido días difíciles. La inconmensurable soledad, su peso y su dureza han hecho de mí un ser herido. Evocando siempre oscuros recuerdos del pasado. Camino sin ganas de si quiera mover un dedo. Rio con la felicidad de un torturado en silla electrica. Mi corazón derrama pena, mi cuerpo dolor. Soy un alma ahora vacilante, estoy entre dos extremos, a los dos me siento atado ¿sentirse bien o sentirse mal? ¿cuál debería elegir? La soledad, me llena crisis, de angustias, de desesperos, pero, me nutre de fuerza cuando muere en compañía de alguien. Y cuando se hace presente la irrevocable compañía, me lleno de una extraña sensación amarga de bienestar fugaz, es ligero, como vino joven, pero cuando desaparece lo hace con firmeza en mi espíritu, dejando una huella imborrable, como la del hombre en la luna.
Nadie en esta contemporaneidad es compasivo, es empático. Duele tanto en mis adentros el dolor del otro, que se siente como si fuera esa mi única razón de vivir. El dolor de la otredad.
Esa experiencia infinita y pesada; el dolor aquel del que no me pertenece. Cuando me apropio de su dolencia me retuerzo en la ligera levedad de mi existencia y pesa como si esta vida ya no fuera única. Porque si es única, qué sentido tiene, donde queda el peso de la decisión o por el contrario, el peso del quemeimportismo; la ignorancia absoluta de saberte ignorante. Ignorante ante el dolor del otro.