En mi ciudad,
ocasos,
atestados de multitudes.
Datos innecesarios,
información hueca,
ladrones de atención
que no la merecen.
Alamedas,
donde quieto mi dolor
como nenúfar
sobre lago podrido,
observa aquellas vidas,
que impasibles,
continúan hacia destino.
Fui yo que
me autoconvencí
de que los días
son mágicos
cuando están
hechos de tus minutos.
Los segundos se extienden,
luego se recomponen
en tus suspiros,
entre árboles y acequias.
Fue mi error
pensar que
el tiempo
estaba compuesto
del color de tu iris,
que inclinado
desparramaba matices
de deseo
sobre mis labios.
En la vasta ciudad común,
colmada de voces,
cubierta de ocasos
que no acusa sombras
ni colores que conmueven,
habitada por vestigios
de una princesa,
que alguna noche,
me convenció
de que todo momento
era especial.