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Me quedé totalmente asombrado (Apoc. 17:6).

En el vasto lienzo del Apocalipsis, se pinta una imagen de misterio y simbolismo, donde Babilonia la Grande se sienta en su trono escarlata, una figura de iniquidad y desvío, un enigma que ha desafiado a los eruditos y creyentes a través de los siglos. Esta entidad, vestida con la riqueza de las naciones y embriagada con el poder de su influencia, no es una mera mortal, sino una representación de la corrupción espiritual que se extiende como una red sobre la faz de la tierra, atrapando a gobiernos por igual en sus hilos seductores.

 

La gran ramera, como se la denomina, no es una figura aislada; es el epicentro de un sistema de adoración que se ha desviado del camino de la verdad, un sistema que se ha enredado con los poderes terrenales en un baile de conveniencia y control. No es una entidad política, pues su alcance trasciende las fronteras y los gobiernos; no es una corporación comercial, pues su moneda es la devoción y su comercio, las almas.

 

Babilonia la Grande es, por tanto, un símbolo de todas las religiones falsas que se han vestido con las vestimentas de la fe, un recordatorio de que la verdadera espiritualidad no reside en templos construidos por manos humanas, sino en el corazón puro y las acciones justas. Es un llamado a discernir, a separar el grano de la paja, a reconocer que la verdadera adoración no se encuentra en la ostentación externa, sino en la humildad y el amor.

 

Así, la visión de Juan es una advertencia, un faro que brilla intensamente en la oscuridad de la confusión, instando a los fieles a permanecer firmes, a no ser seducidos por las promesas vacías de una falsa reina. Es un llamado a volver a lo esencial, a la esencia de una fe que no se corrompe, que no se vende, que no se rinde ante el brillo engañoso de una corona falsa.

 

En la poesía de la revelación, Babilonia la Grande se convierte en un símbolo poderoso, una metáfora de la lucha eterna entre la luz y la oscuridad, la verdad y la mentira, la pureza y la corrupción. Y en este drama celestial, cada alma es un actor, cada elección un verso, cada acto de bondad una estrofa en el poema divino que se escribe en el libro de la vida.