Que viene el coco, me decían mis padres cuando no quería irme a dormir, y me pasé un sinfín de madrugadas en vela, tumbado en la cama, mirando al techo a oscuras esperando al coco mientras escuchaba crujir las paredes de la casa. Pero nunca llegó el coco; ni la piña.
Más tarde, mis profesores me aconsejaron estudiar para ser alguien en la vida. O sea, para conseguir un buen trabajo y tener una buena posición socio-económica. Entonces, pasó por mi lado un procurador quejándose de haberse pasado cien años estudiando para procurarle la libertad a un manojo de bellacos. Por lo que me negué a ser alguien para ganarme el status de un nadie.
Al poco tiempo, mis amigos venían a llamarme para salir de fiesta, asegurándome que si un sábado noche me quedaba en casa y no salía de fiesta, me iba a convertir en el hazmerreír del instituto; un muermo sin paliativos, porque todos los tíos molones y enrollados salían de fiesta. Por aquel entonces, mi personalidad aún no estaba muy asentada y por miedo a quedarme con la etiqueta de muermo, me ofrecí a acompañarles. Íbamos a un tugurio iluminado con arcoíris histéricos y una música (por llamarla de alguna manera) hecha para espantar esqueletos. Cada dos por tres se me acercaba alguno con dos copas de más y me gritaba al oído que éramos colegas de toda la vida, cuando era la primera vez que lo veía y no sabía ni su nombre. Por temor a que se enfadara, yo le levantaba el pulgar en señal de okey y así la fiesta terminaba en paz. A la tercera vez que me llamaron para salir de fiesta, les dije que me resignaba a quedarme con el San Benito de muermo.
Pasó el tiempo y quisieron obligarme a hacer el servicio militar porque debía prepararme para defender a mi patria de potenciales agresores. Fue entonces cuando se me apareció el coco y me fui corriendo a dormir.