Desde la playa, Isabela observaba el horizonte donde el mar y el cielo se encontraban en un abrazo infinito. Sus ojos oscuros reflejaban la profundidad del océano mientras sus pensamientos navegaban en las olas que rompían suavemente en la orilla.
En su mente, Isabela tejía sueños entre susurros salados y el suave murmullo de las corrientes. Anhelaba ser amada, como las olas anhelan besar la costa, con la misma intensidad y entrega. Sus manos acariciaban la arena, como si pudiera encontrar respuestas entre los granos dorados que se deslizaban entre sus dedos.
Sus deseos se desplegaban como velas al viento, esperando ser llevados hacia destinos aún desconocidos pero ansiados. Quería ser amada con la pasión del sol que se sumerge en el mar al final del día, tiñendo el cielo con tonos de fuego y promesas cumplidas.
En la quietud del atardecer, Isabela encontraba consuelo en la certeza de que sus anhelos resonaban en cada ola que rompía, en cada grano de arena que se mecía con la marea. Sabía que algún día, como el mar que nunca cesa de buscar la costa, sus deseos encontrarían su eco en el corazón de alguien que la amaría con la misma intensidad con la que ella amaba al mar.