Supuración de lágrimas brunas y brumas fúnebres solicitando
alegrías; ahora, persistente al tormento, hambre de lobo
alimentándose del seno ulcerado de la marimba existencial.
Crezco en los dominios espinosos del destino, y mi atuendo
es un manto de miseria y mordazas infantiles, eterno en el
arpegio del viento, tan sencillo al pelícano inmortal.
Sin embargo, mis cantos, espejismos de lo absurdo dentro de lo absurdo,
sumisos y humildes, aglutinan la esencia de lo virtual a las páginas portátiles,
en todo el aliento pensante de la estirpe y el susurro del satén.
¿No es acaso la vida un arpegio de misterios insondables?
Me erijo como pasarela de perfume poetizado, por divina concesión,
con partitura desafiante al signo astrolábico del silencio;
ya que mi jerga orgánica brota de rincones polvorientos, en angustias
erguida en la madurez del vidrio, en la melancolía dolarizada de rebaños
terrosos, una tonada en el yugo del desorden.
¡Cuán vasto es el camposanto de nuestras ambiciones olvidadas!
Engendrando axiomas desde los vinos despavoridos del vacío,
y su retórica, acurrucada y vagabunda, tanto imaginada como atroz,
pianos de constelaciones hilvanan continuamente nuevos cosmos;
afirmo o refuto triángulos en derrota, y mi ardor titánico resuena
como una filosofía sin ruedas, inmóvil,
rompiendo el reino obtuso del prejuicio desértico de dolores de cabeza,
el sombrío poblado clerical de lo cotidiano que busca su sinfín.
¡Oh dolor, de hacienda San Jacinto, cruel y constante, cuánto aprendemos de ti!
Sobre el vasto camposanto y los sauces llorones del Cementerio General de Managua,
decrépitos y pardos del mundo, como si entonaran
los cantares de la lluvia, melancólicos; la nostálgica
melodía de los tejados es una caricatura patética de la bicicleta celestial…
¿Dónde encontrar el silencio en el tumulto de nuestras propias existencias?
Ivette Mendoza Fajardo