Resuena el clarín y brama, brama el clarín y resuena
su puente de plata vehemente, su malabarismo entrometido.
¿Cómo el paso inexorable de las eras
sobre el criptograma grandioso de la tierra, entre luchas
carnales colosales?
¡Todo es grandioso, monumental y metafórico:
un asentamiento eufórico, abultado, absurdo,
sombrío y extravagante! ¡Descartes y el Güegüense titilan en
poesías!
La niebla pícara y piadosa flota sobre las ciénagas; fluctúan
precoces, adineradas de sentimiento.
Mientras, el cataclismo ideal de los cachinflines
chilla su rapacidad, borrando el tiempo. Resuenan
como marionetas entumecidas en un día nublado,
como mentes geniales en noches del toro guaco,
como la maraca descachirulada
de los espíritus metiches
en la bacinilla eterna de los zopilotes,
de macanas esféricas, viajeras en la soledad del macachín.
¿Y los dialectos automáticos, macizos y trágicos,
que en Tipitapa atrapan tapas de rayuelas en la maturranga,
como en un escenario de maravillas titánicas?
En esa vastedad, los embatutados de lo inconcebible
se entrelazan, creando un tapiz
de chibolas y chimbombas luces, dispersados en la
impaciencia.
Cada paso en esos caminos es un viaje
a través de lo abombado, donde colgar los guantes
y dar el ancho es salir de un maíz picado.
¡Come pato! Meter la cuchara
lleva consigo adivinar secretos antiguos,
a sabiendas mientras un cartucho cucurucho
vigila, inconmovible,
la marejada constante de la historia humana
atando las lágrimas al poder del corazón.