Más abajo de los Tajos
hasta Charilla una senda,
me recuerda entre sus campos
llenos de olivos y piedras,
el palpitar de un chiquillo
dentro de un alma traviesa,
irrigado en timidez
prolongando su inocencia.
Iba rodando el verano
diciendo adiós a la escuela.
Un tremolar jubiloso
alborozaba mi testa
con redobles de campanas
al subir por la calleja
y el fulgor de un haz de luz
en el tranco de la puerta.
¡Cuánta emoción en la casa
del abuelo y de la abuela!.
Mientras, la luz dilataba
en los brazos de la abuela
y, encumbrado en regocijo
no entendía de tristezas.
Trasegaba el corazón
bien henchido por las venas,
regias notas musicales
sobre hilos de roja seda.
Era un encanto sin fin
de armonía plena eterna;
era un lenguaje de flores,
margaritas, carihuela;
espigas de duro trigo
de campos para la siega;
de ramales en gavillas
luego esparcidos en eras;
de viento, de sol, de paja,
de jarpiles y de huertas;
de unas botas para el campo
con goma para sus suelas.
Calzado que del abuelo
dejaron marcada huella,
por un tortuoso camino
de olivos viejos y piedras,
¡sudando siempre la frente
labrando duro la tierra!
Luchando por la justicia
de rojo fuerte en esencia,
donde el corazón hablaba
del saber y de la ciencia,
como habla el viejo olivo
que sobrevive a una guerra.
Quizás serían las botas
o un reloj con su cadena,
la foto que en su perfil
figurara de ocho estrellas.
Como son sus ocho hijos
insuperables de esencia
que, ríen entre suspiros
y lloran la noche ciega,
recordando aquellos días
que hasta Charilla en la senda
palpitaron corazones
que hoy al cielo centellean.
Más abajo de los Tajos
sigue existiendo esa senda,
en el recuerdo… el ayer,
hoy con aroma de ausencia,
donde la brisa en sosiego
suena con métrica endecha,
y de las almas se vierten
aciagas lágrimas viejas.
Rafael Huertes Lacalle