Los vientos convulsivos provocan tormentas
de desigualdades inexpresivas y de eminente integridad.
La noche, espantada, se despeluca, perdiendo sus sentidos;
chilla como una ambulancia estrellada en el aire,
observada desde miles de años luz, tan lejos, muy lejos de aquí.
El mugiente despertar de las ambulancias
se enfrenta a las calles y techos que gobiernan
una serenidad desdichada,
como afligidos que luchan contra la inductividad de los manotazos,
impidiendo el cuarzo en cuarentena
de su simetría carnal, atrevida.
En el bien y en el mal, hay aluviones de rencor;
el frío castiga, como el apogeo de un día que apenas despunta.
Disipo la tristeza en su coreografía trimestral,
trenzando su voto devorador que flota a través de los siglos.
Sé cómo camina su sentimiento lobado, al cavilar.
Escribo mis temores en su novena costilla auricular:
infecunda, infecunda, infecunda.
Nubes lloran en la paginación golosa del norte,
muriendo como mutantes de moralidad.
Miro los cataclismos pujantes en piélagos de amor,
doy gracias al patrullaje, que se eleva espigadamente,
derramando la esfinge mediadora de medias lunas nacionales.
¡El tormento ululante de perpetua personificación,
rugiendo en la borrasca superdotada!