Alberto Escobar

Como carámbano

 

 

 

Rígido.
Muy rígido, como carámbano,
la estela se hundía en la turbulencia
de unas aguas que buscaban aliviadero.
Sentido, muy afectado por el desenlace.
Ayer, al salir de un centro comercial,
a las afueras de ninguna ciudad, un suspiro
sirvió para avisar a las autoridades, e, ipso facto,
aparecieron alimañas de todos los colores
y sabores: blancas, negras, rojas, azules...
Rígido, depositado en unas andas de plástico,
desapareció de mi lástima, no supe ni sabré
si vivió para contarlo —estuve en un tris de ir
tras ellos hasta el hospital—, y la duda a manera
de curiosidad me sigue matando, por las mañanas. 
Ni un gesto se desprendía de esa inmovilidad,
de ese mutismo que no acababa de aceptar, 
de ese no saber, no entender como un chico, 
apenas sin edad, puede llamar a la puerta 
de San Pedro cuando ni siquiera ha empezado
a vivir, a saber qué vale un kilo de cebollas,
a sentir cómo duelen las horas trabajando...
Rígido, sí, pero de una rigidez que no entendía.
Pregunté a quien incorporaba un poco su cabeza
qué motivó todo esto, y él me dijo que un fallo
en el motor que distribuye la sangre por todo su orbe. 
¿En el motor que distribuye su sangre? Sí, repuso,
y apostilló su condición de cíbor, una suerte de eslabón
perdido entre el hombre de ahora y el hombre futuro,
ese que no tendrá boca para quejarse, ni conocerá 
el significado de las palabras derecho y frustración.
Entonces ¿Dónde lo llevan, a un hospital o a un taller?
A una especie de híbrido, me dijo, que hay al revolver
la esquina, aquí cerca, es el único existente aquí. 
Rígido; y al tocarlo sentí yemas arriba esa esterilidad
que caracteriza a quien no tiene esperanza pero vive,
sigue viviendo a pesar de ese desierto...