No había pastillas ni drogas
que la limpiaran de esa mancha pringosa
llamada soledad.
Ella sufría las horas encadenadas a su demacrado espíritu.
Pasaban las estaciones con tristeza
por los jardines de plomo de sus ensueños,
únicos consuelos que le eclipsaban
la sufrida soledad que ya era amiga.
Latía su corazón todavía joven
produciendo un eco de invierno
en la mansión escondida donde la tarde moría
entre sus manos pálidas.
Sola colgada del tiempo
bordaba una tela negra con lágrimas de vieja luna,
tan sola, tan bruma que fue fantasma de aguja
de la soledad del relojero.