Por la puerta de cuadrillas
en perfecto orden salieron
desfilando: matadores,
picadores, mulilleros.
Arrancó así el paseíllo
que precede al gran evento,
y llegaron hasta el palco
a presentar sus respetos.
Al terminar el desfile
el presidente hizo señas
sacando un pañuelo blanco,
y comenzó la faena.
El torero ya en el ruedo,
con aceitunada tez,
luciendo el traje de luces
regio y altivo se ve.
Por la puerta de toriles
salió el animal bravío;
con atención observaba
el diestro al gran enemigo.
Embistió de pronto el toro
mostrando su casta ruda,
tomó el capote el torero
en elegante postura.
Se lució con chicuelinas,
verónicas de gran gala,
una hermosa gaonera
y de cierre, una navarra.
Para saber si aquel toro
era de condición brava,
desde el palco, el presidente,
anunció el tercio de varas.
Salió el picador al ruedo
montando hermoso caballo,
sosteniendo con firmeza
la garrocha con su mano.
Poniendo al astado en suerte
comenzaba a provocarlo;
sus ojos en el equino
el toro dejó clavados.
Se produjo la embestida
y en medio de aquel encuentro,
hirió el picador sin pena
al animal en el cuello.
Se debilitaba el toro
que sangraba por la herida,
y el presidente anunciaba
el tercio de banderillas.
Preparado nuevamente
el matador en la arena
volvió a enfrentarse al astado
clavándoselas con fuerza.
Así avivó al toro herido
que, con furia y con dolor,
corrió buscando al torero
y el público enmudeció.
El diestro al verlo venir
se fue hacia los burladeros;
ya no había valentía
ni altivez…, reinaba el miedo.
Eran todos contra un toro,
solo un toro en aquel ruedo;
ellos querían matarlo,
y se defendió de ellos.
Ya calmado aquel ataque,
anunciaba el presidente
lo que el público esperaba:
el fin…, el tercio de muerte.
Luciéndose el matador,
con elegancia y destreza,
hizo vibrar aquel ruedo
con sus pases de muleta.
Todos estaban nerviosos
al final de la faena,
el diestro se preparaba
para la suerte suprema.
Cuadró bien al animal,
y apuntando con la espada,
con ansias y con temor
esperó a que lo atacara.
Arrancó a todo galope
envistiéndolo de frente;
el morlaco no sabía
que corría hacia su muerte.
Y cuando a poca distancia
el toro ya se encontraba,
se alzó el diestro sobre el lomo
para darle la estocada.
Al ver al toro caído
se escuchó una algarabía;
por aquí gritaban “¡OLE!,
más allá gritaban “¡VIVA!”.
Por esa excelente forma
de ejecutar la faena,
el público premió al diestro
pidiendo rabo y oreja.
Y honrando la valentía
del toro que había muerto,
lo arrastraron lentamente
dándole una vuelta al ruedo.
Entre laureles y aplausos,
tras una gran ovación,
salió a hombros el gran torero
y esto lo glorificó.
Por fin acabó la fiesta,
la plaza quedó vacía;
el torero ganó honores,
el toro perdió la vida.
Y al finalizar la tarde
nadie más hizo mención
del toro que en aquel ruedo
defendiéndose murió.