María García Manero 🌷

Fiesta brava

Por la puerta de cuadrillas

en perfecto orden salieron

desfilando: matadores,

picadores, mulilleros.

 

Arrancó así el paseíllo

que precede al gran evento,

y llegaron hasta el palco

a presentar sus respetos.

 

Al terminar el desfile

el presidente hizo señas

sacando un pañuelo blanco,

y comenzó la faena.

 

El torero ya en el ruedo,

con aceitunada tez,

luciendo el traje de luces

regio y altivo se ve.

 

Por la puerta de toriles

salió el animal bravío;

con atención observaba

el diestro al gran enemigo.

 

Embistió de pronto el toro

mostrando su casta ruda,

tomó el capote el torero

en elegante postura.

 

Se lució con chicuelinas,

verónicas de gran gala,

una hermosa gaonera

y de cierre, una navarra.

 

Para saber si aquel toro

era de condición brava,

desde el palco, el presidente,

anunció el tercio de varas.

 

Salió el picador al ruedo

montando hermoso caballo,

sosteniendo con firmeza

la garrocha con su mano.

 

Poniendo al astado en suerte

comenzaba a provocarlo;

sus ojos en el equino

el toro dejó clavados.

 

Se produjo la embestida

y en medio de aquel encuentro,

hirió el picador sin pena

al animal en el cuello.

 

Se debilitaba el toro

que sangraba por la herida,

y el presidente anunciaba

el tercio de banderillas.

 

Preparado nuevamente

el matador en la arena

volvió a enfrentarse al astado

clavándoselas con fuerza.

 

Así avivó al toro herido

que, con furia y con dolor,

corrió buscando al torero

y el público enmudeció.

 

El diestro al verlo venir

se fue hacia los burladeros;

ya no había valentía

ni altivez…, reinaba el miedo.

 

Eran todos contra un toro,

solo un toro en aquel ruedo;

ellos querían matarlo,

y se defendió de ellos.

 

Ya calmado aquel ataque,

anunciaba el presidente

lo que el público esperaba:

el fin…, el tercio de muerte.

 

Luciéndose el matador,

con elegancia y destreza,

hizo vibrar aquel ruedo

con sus pases de muleta.

 

Todos estaban nerviosos

al final de la faena,

el diestro se preparaba

para la suerte suprema.

 

Cuadró bien al animal,

y apuntando con la espada,

con ansias y con temor

esperó a que lo atacara.

 

Arrancó a todo galope

envistiéndolo de frente;

el morlaco no sabía

que corría hacia su muerte.

 

Y cuando a poca distancia

el toro ya se encontraba,

se alzó el diestro sobre el lomo

para darle la estocada.

 

Al ver al toro caído

se escuchó una algarabía;

por aquí gritaban “¡OLE!,

más allá gritaban “¡VIVA!”.

 

Por esa excelente forma

de ejecutar la faena,

el público premió al diestro

pidiendo rabo y oreja.

 

Y honrando la valentía

del toro que había muerto,

lo arrastraron lentamente

dándole una vuelta al ruedo.

 

Entre laureles y aplausos,

tras una gran ovación,

salió a hombros el gran torero

y esto lo glorificó.

 

Por fin acabó la fiesta,

la plaza quedó vacía;

el torero ganó honores,

el toro perdió la vida.

 

Y al finalizar la tarde

nadie más hizo mención

del toro que en aquel ruedo

defendiéndose murió.