¡Qué hermoso podría ser el mundo!
VIKTOR FRANKL
Otro agónico NO a la guerra
AUN A RIESGO DE COSTUMBRE, DE MASACRE,
aúna, uno a uno, sus argumentos de identidad,
cada cual más acre,
más vacuo: paz, orden, soberanía, seguridad;
más nimio: justicia; más terco: influencia, hegemonía,
más turbio: distracción, anexión, hipocresía,
más cierto: poder;
y, como es de esperar, acto seguido, nos mira, inminente,
nos mira (desde luego, sin querer),
nos mira, a falta de nombres,
mundial, preventiva, fría, santa, (in)civilmente,
pero, por encima de todo, ¡otra vez!
Y otra vez, como el dios que caduca con edad la vida,
termina encogiéndose de hombres.
Seis días, cien años…
Quien sólo sabe vivir
no dilapida tiempo: hitos dilapida,
peldaños de ajena vejez,
porvenir,
tal vez escaños,
mientras desenrolla, de nuevo, la estela de los buitres,
luego la escasez, la demencia
que vuelve los pupitres
camastros, las raíces cenizas,
estrépitos los pigmentos de la calle,
para que ninguna poquedumbre de voces olvidadizas
pueda cambiarnos de padecer,
y así persista —no sida, adjudicada— la inocencia.
¡Qué crueles, crudas, cruentas las comparsas del deber,
semillero de delitos!
¡Cuánto dolor se comercia
con tal de que su hombría desencalle
y el ayer se redefina!
¡Cuánta nación de almas tomar!
¡Cuánto soldado soldado a la inercia!
¡Cuántas miradas
pidiendo a dudas salir de gritos,
huir de fechas predispuestas a ostentar,
más que guerreros, regueros de ruina,
más que victorias, víctimas eufemizadas
con cifras, con rezos, con fosas,
porque tentaron a la sangre sin suerte en las venas!
Y entretanto, ella, en plena subasta del odio,
haciendo que el miedo custodio
merezca las penas.
Y entrenosotros, «otros», mendrugos de idea señalizables
culpables del estado de las cosas,
enemigos, terroristas,
si no invasores, caínes, traidores y demás alquimistas
del mal, del crimen
(por supuesto, inhumanizables),
a quienes ceñiremos,
en lugar de nuestra estima, estigmas,
y cadenas, y patrañas, y penurias…
hasta que nos legitimen.
O se nos vayan de las bocas los extremos.
¿Y todo porque el olivo se ha quedado sin palomas,
la verdad, sin paradigmas,
a oscuras (quizá en blanco), la razón?
¿O porque los noes, hechos furias,
sisisisisían,
obstinados en pasar del nunca a la excepción,
convencidos, con «lo correcto» y otros axiomas,
de que el bien mayor debe rimar con el mal de muchos?
¿Es por eso que se envían
a unos ojos misivas y a otros misiles?
¿Es por eso que la noche a los niños dormiduchos
les lee cuentos,
y a la prensa, sin embargo, recuentos infantiles?
¿Por eso que cabe tanta conciencia en la tranquilidad?
Claro, como ha de ser tierra de nadie la muerte,
y los muertos, meros donativos
del escombro, meros aspavientos
de ciudad,
la responsabilidad se invierte,
propensa a recaer donde las manos se lavan,
o sea, allí donde se aupaban
las más sofisticadas piñatas de tragedia.
Y, claro, hallados los estribos,
cómo no va a bastar esa negación testaruda,
esa expiatoria distorsión
de la angustia, de la rabia, de la historia,
con que el orgullo se escuda
de cada yerro, trauma, sombra que lo asedia.
Pero, por tupidos que sean, no todos los velos saben correr.
De cuando en cuando uno hay que se desvela
con la aciaga conclusión
de que de tanto meter el mundo en la llaga
demasiadas palabras, cerrojos, tiene la escapatoria.
¿Y cuánta memoria el desdén que nos estraga?
¿Cuánta la patria deshecha en cupones de exilio transoceánico?
¿Acaso importa?
¿No vemos que el cielo se niega a amanecer?
¡Y qué si vive el infierno en cada secuela!
¿No oímos cómo una jauría de suspiros se aferra,
cada vez más fuerte, al mismo y roído «por favor»?
¡El bestiario desfila! ¡Que se fecunde el pánico!
Ha vuelto a mirarnos la guerra.
La otra luna de la cara (2024)