En un tiempo amé como es que escribías tu nombre en mi piel sin saber que era solo una marca de territorio prohibido para todo mundo.
Con cada caricia que me dabas tan delicadamente me hiciste creer que tenía acceso al cielo.
Llegué a creer que eras mi alma gemela, porque sabías lo que me gustaba y lo que no, cada lunar, cada gesto. También hasta donde podría soportar la llama que encendías al susurrar suavemente un te amo en mi oído para después estallar. Creí que te conocía.
Podría decir que estaba hipnotizada ante ti. Caí bajo el hechizo de tu sonrisa que escondía muy profundamente el deseo de doblegarme ante ti y cumplir todo cuánto querías.
Querías verme sufrir y aún así amarte cada vez que lograbas penetrar mi pecho con la daga filosa de tu narcisismo.
¡Que bien la supiste hacer!
¡Que bien redondita caí en la red!
Ésto jamás debió ser así, yo no debía ser presa, ni tu mi cazador. Debimos ser tú y yo a la mesa, comiendo del mismo plato.
Quizá para algunos pareció tarde cuando ví la maldad y el egocentrismo en ti.
La verdad es que muy en el fondo la esperanza me rogaba que esperara que tú cambiarías. Pero no fue así.
Entonces decidí escabullirme de a poco, casi arrastras con la poca dignidad que me quedaba. Y logré salir por la puerta con la ropa que llevaba puesta y descalza para que no escucharas mis pasos. Ésos que ahora me alegro de haber dado. Ésos que ahora me tienen a salvo. Ésos que ahora me alejan cada vez más de ti.