El sol se despide en el ocaso,
pintando el cielo de mil colores,
sobre campos, valles y ríos,
un manto de luz extiende sus honores.
Las montañas se tiñen de rojo,
como brasas que arden sin cesar,
y en la ciudad, las luces se encienden,
un nuevo ritmo empieza a sonar.
El viento susurra entre las hojas,
secretos que solo el amor entiende,
y el aroma a tierra húmeda,
con el salitre del mar se confunde.
La luz rojiza del sol moribundo,
como hojas de haya en otoño,
como la sangre del niño que nace,
como la niña que se hace mujer.
Rojiza como aquella toalla blanca,
en la playa, algún amanecer,
atardece en nuestras vidas,
para en un abrazo fiel volver a nacer.
Un abrazo fuerte, sincero y profundo,
que en el crepúsculo se refleja,
de nuestra vida, en el ocaso,
donde siempre te encontraré, mi dulce pieza.
El sol, metáfora de nuestro amor,
que brilla y calienta con pasión,
que se oculta, pero no desaparece,
dejando un rastro de luz en el corazón.
El atardecer, símbolo de conexión,
de momentos compartidos, de anhelos,
de promesas eternas, de pasión,
que se reflejan en nuestros cielos.
Pero la noche extiende su manto,
y las estrellas comienzan a brillar,
dejando sombras de lo que fuimos,
en un recuerdo que jamás se ha de apagar.
Más no temas, mi amor, que la llama sigue viva,
en el fuego eterno que en nuestros corazones habita.
Juntos enfrentaremos la noche, sin temor ni quebranto,
pues nuestro amor es la luz, que ilumina el firmamento.
Gonci