Cae la brizna bruna, pegando un jonrón,
como si Víctor Hugo lanzara desde Cervantes
hasta Rubén Darío, sobre la almohadilla rabo verde,
dobleteando ante un trofeo erigido
como un gato bravo; en un ¡fas fas!,
se disuelve como Alka-Seltzer en un vaso invisible.
Las palabras, cual pelotas fuera del guacal,
son fildeadas por el viento que, sin pausa,
desbarata la marimba y deja su rastro
grabado en el descontento del acordeón.
Miguel, acalambrado por años de cachipil,
se enfrenta a un panorama desalentador.
No deseo conformarme, prefiero,
en mi extravagante forma, explorar lo ambiguo y distante,
más que lo irrebatible y cómodo.
El tiempo avanza implacable, como una bala;
sin enseñanzas, persiste, ¿qué le ocurre?
El tiempo robó mi juventud en un parpadeo,
indiferente al principio,
dejándome sin palabras, indomable en su curso.
Chancleteado de pies a cabeza,
murmura y habla, un bla, bla, bla sin fin.
¡Oh, no desesperes, amigo!
¿Quieres depender de mí?
Aliento tu espíritu, no me malinterpretes.
Dedico todas mis victorias a tu honor,
si no te atrapan en la confusión,
y me sumo a tu monumental esfuerzo.
Shakespeare, tú eres Romeo; yo, Julieta.
Lágrimas caen, traviesas, en el abismo
de un libro desgastado,
mientras las fiestas radiantes de Pochomil
dan su último adiós.
Los Miserables, cortando el queso,
descendiendo desde lo alto,
pertenecen a un mundo de fantasía,
listos para desafiar a Mr. Fachento,
desde chozas hasta balcones dorados.
Una sombra de dudas: la brizna bruna,
una metáfora de Rubén, el más astuto,
ingenioso sin ostentación.