Joseponce1978

La catarsis del poeta

El poeta llevaba varios días con mal cuerpo. Algo le estaba carcomiendo las entrañas y necesitaba sacarlo fuera, pero sabía que si lo hacía, podía provocarle un desgarro. Una sensación parecida al estreñimiento pero más espiritual.

Afectado por el insistente malestar, ya de madrugada, se encontraba tumbado en la cama de la habitación 1120 del hostal donde solía alojarse una vez al mes, cuando circulaba por aquella carretera solitaria en dirección a la montaña trágica. Llevaba muchos años alojándose en aquel hostal y hacerlo en la misma habitación se había convertido para él en una manía. La primera vez que se hospoedó allí, el edificio era de reciente construcción y presentaba un aspecto acogedor, pero desde entonces apenas había sido reformado y con el paso de los años había adquirido tintes ruinosos. Pese a ello, el poeta, tal vez porque él también había ido envejeciendo a la par del hostal, se negaba a cambiar de alojamiento, y en último término, de habitación. Cuando el recepcionista le decía que la 1120 estaba ocupada, algo que rara vez sucedía, se quedaba a dormir en su coche antes de proseguir la marcha.

Aquella noche había encontrado la habitación más polvorienta de lo normal y los muebles cambiados de posición. Al abrir la puerta acristalada para salir al balcón, desde el que podía verse un antiguo sanatorio de enfermos de tuberculosis, una ráfaga de viento más fría de lo normal para la época del año en que se encontraban, irrumpió en la estancia fomando una nube de polvo en su interior. Tras permanecer varios minutos observando con detenimiento el sanatorio en ruinas, pensando en lo traumático que debió haber sido para aquel edificio albergar tanto dolor, volvió a entrar y al cerrar la puerta corredera, no encajaba del todo bien, quedando entre la hoja y el marco una pequeña rendija por la que entraba aullando el viento.

Llevaba un par de horas acostado bocarriba, sin poder conciliar el sueño, cuando sus molestias se agudizaron y un dolor punzante le hizo retorcerse sobre la cama. Supo entonces que había llegado el momento que había estado evitando durante toda la vida.

En un último intento por retomar el control de sus movimientos, intentó incorporarse para sentarse en el borde de la cama, pero sus miembros no respondieron a las señales enviadas por su cerebro. Con dificultad giró la cabeza hacia su izquierda y tras los visillos de la puerta acristalada pudo adivinar la forma difuminada de una luna llena que se alzaba sobre el sanatorio, imprimiéndole brillo a las motas de polvo suspendidas por la habitación. Incapaz de dominar sus impulsos, se le pusieron los ojos en blanco y de cada oreja le brotó un ramo de flores. Entre convulsiones, un abultamiento antinatural se le formó en el pecho antes de sentir como se le tronchaba el esternón. De sus omóplatos despuntaron raíces que fueron profundizando en el colchón y en ese momento sintió una enorme presión en la espalda al quedarse fijado con fuerza contra la cama. De los dedos de los pies le nacieron una serie de algas que se elevaron hasta el techo y quedaron ondulando sobre sus piernas. Con la conciencia extraviada y sin conocimiento para comprender que había sido poseído por la musa, tras completar la metamorfosis, en un idioma ininteligible para cualquier humano (no era una lengua viva ni muerta, sino una serie de bocablos aletargados desde tiempos cretácicos) comenzó a recitar el poema.

Durante casi una hora y sin hacer pausas se extendió el poeta en su declamación. El tono de su voz variaba a medida que avanzaba en su recital: por momentos parecía emitir rugidos; a ratos mostraba una voz lastimosa. Una vez pronunciado el último verso recobró el conocimiento y su cuerpo volvió a su estado natural, al tiempo que le estallaba el abultamiento en el pecho, del que excretó un enjambre de mariposas, iundando el dormitorio de un revoloteo multicolor. Consciente de que le quedaban unos instantes de vida, una oleada de serenidad le recorrió el alma por cumplir con la misión de vomitar su poema decisivo, bajo la certeza de llevárselo con él a la tumba.

Exhausto por el esfuerzo dobrehumano, entre jadeos y durante el último suspiro, distintos pasajes de su vida desfilaron por su mente a la velocidad del rayo. En lo primero que pensó fue en el amor de su vida, Filomena Sofía, a la que el llamaba Filo Sofía de manera cariñosa, acordándose de la modo tan cruel con que ella le había roto el corazón: Una tarde paseaban de la mano por una alameda cuando le soltó de sopetón que no podía seguir adelante con la relación por sentirse agotada de convivir con alguien tan sensible. Él le preguntó si el agotamiento le venía por verse en la necesidad de medir sus palabras para no herir su sensibilidad y ella le contestó que estaba motivado a causa de pasarse el día fregando lágrimas. El poeta nunca superó aquel revés.

También se le pasaron por la mente sus inicios escribiendo poemas, cuando su amigo de la infancia Torcuato, en un acto de buena fe, le aconsejó que no debía abrigarse antes de pedirle prestada la piel al oso, para animarle a seguir escribiendo si así se lo dictaba el corazón sin perder el ánimo aunque sus poemas no los leyera ni el gato. Herido en su orgullo y motivado por la soberbia, él se tomó las palabras de su amigo como un desafío, por lo que a partir de ese instante se afanó en enseñar a leer a su gato Micifú, centrando todos sus esfuerzos en hacer del felino un amante incondicional de la poesía, con el objetivo de demostrarle a Torcuato cuan equivocado estaba.

Sus últimos pensamientos fueron dedicados a Micifú, y en lo solo que se iba a quedar tras su partida.

-Lo siento mucho, Micifú. Espero que puedas buscarte la vida (o las 7 vidas) antes de que te encuentre la muerte, y que conserves para siempre la hoja en la que te escribí el poema que tanto te hacía ronronear: el del gato que sabía leer-. Fueron las últimas palabras del poeta.