Como la casa que requiere de constante cuidado,
nuestro ser interior clama por atención sin descanso.
En el rincón de la mente, donde los pensamientos habitan,
la limpieza es un ritual, una necesidad que no se agita.
Con la escoba de la conciencia, barreremos cada día,
los rincones oscuros, donde el polvo de la duda se escondía.
La aspiradora de la fe, potente y siempre lista,
sucumbirá a la suciedad, esa que al espíritu embiste.
El agua pura de la esperanza, con su corriente serena,
limpiará las manchas de miedo, dejando la superficie plena.
Y el detergente del amor, con su espuma blanca y densa,
disolverá el odio, la envidia, y la tristeza inmensa.
En el espejo de nuestra alma, reflejaremos la luz,
si mantenemos la limpieza, con un corazón puro.
Así como las ventanas, que al sol deben su brillo,
nuestros ojos mostrarán la claridad de nuestro trillo.
No olvidemos el jardín, de nuestra personalidad,
donde crecen las flores de la bondad y la sinceridad.
Podemos ser jardineros, de nuestras propias acciones,
cultivando virtudes, y arrancando malas pasiones.
Que la limpieza de nuestro ser, sea una tarea de amor,
un compromiso con nosotros, y con el cielo superior.
Porque al final del día, cuando el sol se haya ido,
la paz de un alma limpia, será nuestro mejor nido.
Como el viento que arrastra hojas secas,
limpiamos nuestro ser, con esmero y fe.
El polvo del camino, las manchas de la vida,
ante la luz divina, se disipan, se van.
Y así, puros y dignos, ante Jehová brillamos,
cual estrellas en la noche, en su amor, sin cesar.