Sí, una sensación.
Eso le estoy diciendo a una amiga,
como si la cafeína me estuviera
calentando el pecho y después la garganta.
No decido si es la rinitis —ahora callada—
o el helado de café que me tomé ayer
con granos tostados sobre la superficie
de nata y capuchino, a lo que se me une
el café de esta mañana —quizás mucho café
para mi incipiente dependencia—.
Una sensación, no es nueva.
Hay como un desamparo escondido,
agazapado tras el telaje traslúcido
de un hueco, una carencia, o algo así.
Es posible que la mente, por tal de buscar
alguna razón, acuse a una ausencia
de la causa, pero no le secundo, no creo,
porque tal ausencia no es existente,
y colocarla en este disparadero es como tapar
el sol con un dedo, como con un capricho
llenar un pozo sin fondo, es absurdo...
Sí, una sensación.
Una que se me va diluyendo al conjuro
en que consiste escribir —o ese es mi propósito—,
y a medida que el negro mancha la página
la lluvia va remitiendo delante de un sol que espera
su turno, paciente, y sabedor de que al fin y a la postre
sale para poner cada sensación en su lugar.
Voy a cerrar este escrito para recogerme contra
mí mismo y expurgarla, bucear en el mar azul
que me abarrota hasta dar con una clave,
con el pez causante de esta puntual turbulencia.
Sí, solo, una sensación...
Mi amiga me está preguntando con palabras
teñidas de inquietud. No te preocupes...