Los ojos del turno nocturno son secos y rojizos , voy resistiendo el cansancio de pie cual guerrero.
Este tortuoso turno donde las horas son eternas, el decir que sea una noche tranquila es sinónimo de maldición. El reloj avanza lento, con las agujas pesadas, mientras la mayoría duerme, abrazando sus sueños o desconectando la pesadilla de su día.
En este cuarto donde los azulejos pálidos solo son testigos de cómo mi mano embellece un cuerpo inerte. La radio solo pasa canciones de recuerdo, como una fiel compañera en esta fría ciudad, donde parece que solo unos pocos pueden descansar.
Las horas pasan casi goteando en esta sala helada. La paleta de colores pasteles y mi brocha firme solo pintan un retrato donde lo lúgubre imita la gracia de lo que alguna vez fue vida. Peino, maquillo, hago el doblez de las mangas con suma prolijidad, porque como dijo mi mentor, todo es a detalle. Mis ojos, como el maestro más severo, son los únicos que hacen que mis manos transformen ese oscuro momento en un instante de dulce serenidad.
En noches frías como estas , la escarcha se fija a la ventana y la luz blanca de este tubo fluorescente proyecta sombras bailarinas las paredes, como si algo estuviera presente, contemplando mi trabajo. En este intento de devolverles un poco de dignidad y paz en su último sosiego.
A veces, me permito unos minutos de silencio de la sala para respirar. Y pienso mientras la ciudad duerme bajo la luz plateada parece un mundo aparte, tranquilo y ajeno a la labor silenciosa que aquí realizo . Es en esos momentos cuando reflexiono sobre la fragilidad de la vida y la certeza del desenlace . Cada detalle en mi trabajo es una meditación, un recordatorio de que, aunque efímera y bella la vida merece ser honrada hasta el final.
Todo debe estar perfecto. Porque en este acto de devoción silenciosa, encuentro un sentido de propósito y paz. En la tranquilidad de este lugar, bajo la luz fría y el murmullo de la radio, transformó la oscuridad en un momento de trascendencia.