Adivino lento de carromatos cargados de penas,
tan dudosas como resignadas al lazo dialéctico de mi tristeza,
sin ombligos zodiacales en la noche interminable,
lenta, inexorable.
Fortificación de caricias estremecidas por barrotes invisibles,
que imponen un exilio autoimpuesto,
escoltado por susurros que agujerean el alma.
¡Indiviso portal de luciérnagas en estíos perpetuos!
Mil cristales marchitos caen sobre lienzos inmóviles,
como el primer grito de un tango en su última nota,
despojando al sarcasmo de su risa extendida,
dejando tras de sí el eco de dolores analfabetos,
corolas ciegas que se abrazan a la cordura perdida.
Filigranas de llagas nuevas, como cicatrices frescas,
glucosa amarga que se balancea en mejillas enlutadas,
cicatriz asfixiada de una era que renace
solo para confundirse con nuestro reflejo.
¡Chilla la noche, automática y sin piedad!
Chilla inclinada hacia los sueños quebrados
en un caos de estrellas y abismos,
donde Galileo, con su telescopio como un dardo,
hería la lengua de la Santa Inquisición.
Llora el alma porque quiere,
llora bajo el látigo implacable de la nada.
Adivino de pensamientos vertiginosos,
soles escondidos donde se levanta el mundo,
donde reposa en un camastro de ideas...