Alberto Escobar

Una luz

 

 

 

La luz pega contra el cristal
y tiembla, reverbera, reparte
los colores de su seno, comparte
intensidad y pinta un mural. 
La mañana, amiga, brinca lenta,
no quiere llegar a tarde, se rebela,
pone óbices a las manecillas,
se niega a morir de esta manera, 
aunque, al final, tarda, acepta
su sino y se dispone a confeccionar
un sudario de flores y guirnaldas. 
La luz sigue pegando, intensa, 
como desde el primer fotón, 
y la alegría mantiene su fogata,
intacta, los pájaros atronan el aire. 
La mañana sonríe, mira a otro lado,
no quiere pensar en que pronto,
a la vuelta de la esquina, el telón cae,
y la luz que le da pábulo desciende
al ocaso instalado tras la montaña. 
La mañana ríe, ignorante y sabía
al tiempo, y sabe, de sobras, vieja, 
que la batalla está perdida, firmada, 
sentencia escrita, en unos anales 
de los que nadie aún ha dado cuenta. 
La luz sigue pegando, el cristal vibra, 
el calor consiguiente se hace al aire, 
y la tarde, segura de sí, gana la partida. 
El tiempo no cesa, firme, ciego,
adelante en su cruzada de muerte, fin. 
Mientras escribo observo la luz,
su naturaleza, la vivacidad específica
por estos contornos, y voy entendiendo
la necesidad de una cortina, es vital. 
Escribo —o intento escribir—, y la claridad
sobre la pantalla me impide ver qué escribo, 
el blanco del papel en blanco se esclarece
hasta tal punto que apenas doy con la letra,
y el vaso que he llenado de palabras espera,
no sea que al volcarlo se desparrame, se pierda
por entre las vetas de la madera del escritorio,
y en papel mojado quede todo lo escrito. 
La mañana se rinde, y el sol, en su descenso,
la acuna en su féretro, le da horma, y canta
un réquiem en su memoria, y adorna de flores
rosadas su cara —casi una niña recién nacida—,
y, como a rey muerto rey puesto, eleva al cielo
la tarde, cual hostia consagrada, y la encarama
al altar donde gobierna la circunstancia. 
La luz pega contra el cristal, todavía...