Cuando me alejo de la poesía, mis palabras se desvanecen en el aire, como hojas secas llevadas por el viento. Los versos, antes ardientes y vivos, se convierten en suspiros apagados, y el papel en blanco me mira con reproche.
Las metáforas se esconden en las sombras, y los ritmos se desvanecen como ecos lejanos. La musa, esa etérea compañera, se aleja, dejándome solo con mi silencio. ¿Dónde están los versos que danzan en la mente? ¿Dónde se ocultan las rimas que solían fluir?
Quizás la poesía es un amante celoso, que se retira cuando no la veneramos lo suficiente. O tal vez soy yo quien se aleja, perdiéndome en la rutina y la prisa. Pero aún así, en los momentos más oscuros, cuando la inspiración parece un sueño lejano, sé que la poesía espera pacientemente, como una llama que nunca se extingue del todo.
Así que regreso, con lápiz en mano, a buscar las palabras que se esconden en los pliegues del alma. Porque cuando me alejo de la poesía, me alejo de mí mismo, y no puedo permitir que eso suceda.