Luego de tantos años dolorosos
de obligada ausencia,
regreso a este vergel único,
la emoción se expresa en sollozos.
Regocijo pleno.
Transito extasiada,
por estos parajes conocidos,
tallando en mi mente,
con afecto
cada imagen,
para sostenerme
con sus recuerdos,
cuando este momento prodigioso
concluya.
Contemplo deslumbrada,
las ondas suaves que se forman
con el golpear del viento
en los amarillos trigales.
Mientras me abandono, segura,
al abrazo fraternal
de las montañas inmensas,
cierro los ojos y escucho
el sonido de las hojas secas,
el crujir de las ramas de los árboles,
agitadas por el viento,
el variado canto de los pájaros,
la faena de los gusanos
escarbando la tierra negra,
el sonoro rugir
del machete del campesino
al cortar la maleza,
el crujir de la leña lamiendo la olla
en la tulpa abrigada de la vivienda humilde,
el cuchicheo del adobe de sus paredes
al ser rozadas por el sol
y otros sonidos indefinibles,
ya casi olvidados,
que nuevamente
se desempolvan en mi memoria.
Campo vasto y hermoso
de múltiples colores y formas,
que superan en creatividad y belleza
las representaciones pictóricas
que admiro en la ciudad,
en las magistrales exhibiciones de arte.
Con excesiva avidez olfateo
una deliciosa combinación de olores
a hierba, a fango, a excremento de animales,
a plantas, a trigo, a cebada,
a frutos maduros de esta tierra fecunda…
a esta tierra muy mía.
Sentada en la piedra inmóvil
desgastada por los años,
dirijo la vista al riachuelo
que serpentea a mis pies.
Me cautiva el correr continuo
de sus aguas sosegadas,
los resplandores que arrojan
a medida que la luz les llega,
resplandores que evocan,
la luz de las luciérnagas,
mis compañeras de lejanos
transitares nocturnos,
cuando dejaba la ciudad
para explorar
los múltiples senderos
de esta tierra generosa
que me acogió como cuna al nacer.
POR: ANA MARÍA DELGADO P