Conozco a Augusto. Él es un escritor sobrio y estoico. Él es un prestidigitador fracasado, y tambien un encantador de serpientes.
No suele rondar buenas compañías, pero yeva un control estricto de cada una de sus acciones. Como artista abusa de la diligencia, apenas improvisa, trabaja casi sin descanso, desgaja las líneas en un terco afán reconstructivo. Además su cuarto carece de ventanas, lo cual lo convierte en un siniestro zulo, y a él en un hierofante atento a los titubeos del oráculo.
A decir verdad sé muy poco sobre Augusto, pero creo que comprendo su constante paranoya, sus palabras rebosantes de absoluta y fría coherencia. Lo único que sé de su existencia es que está siempre encerrado en alguna casual metáfora: para él un árbol no es ni de cerca lo que aparece descrito en el diccionario como un ser inmóvil e insensible; un árbol puede contarle muchas historias a Augusto, aun sin salir de su propio cuarto, imaginándolo mientras piensa en cómo darle la vuelta a un verso anodino.
Antes solía visitarlo, pues le complacía mi presencia en su parco espacio, y se pasaba noches enteras hablándome de nada, de juegos de significados y piezas que jamás encajarían si no fuera porque tenía un plan, se le había ocurrido durante una madrugada presa del insomnio creativo, y era buscar una muchacha que lo amase a pesar de sus achaques de noctámbulo lunático.
Minerva conoció a Augusto (la verdad: lo dudo) un día de verano. Se enamoró de él desde que lo vió acariciando una paloma a la que al parecer se le había roto un ala (la verdad: lo dudo. Augusto atrae todo tipo de animales, sin explicación aparente). Minerva era entonces la muchacha mas guapa que Augusto y yo hubiésemos visto en la vida.
Pero desgraciadamente mi amigo intuyó que Minerva era un sueño inducido por mí a su mente afligida, a causa de su inminente urgencia de amar. Y el tiempo corrió para adentro, yenando de olvido aquel paisage onírico donde se vieron por primera vez para acabar ambos disipándose al amanecer siguiente como historias escritas únicamente en una hoja de algo mas que un árbol, en un papel ardiente que ya mis manos repele