En el silencio de la espera, donde la paciencia se pone a prueba,
se teje una esperanza que, aunque frágil, nunca muere ni se quiebra.
Es la fe en lo eterno, en un tiempo que no corre, sino vuela,
en promesas que, como semillas, en el alma se siembran.
Jehová, en su infinito mirar, no cuenta los segundos,
sino momentos, y en cada uno, una promesa de amor profundo.
No es el reloj quien manda, sino un plan perfecto y fecundo,
que en su divino tiempo, traerá lo justo y lo inmundo.
La esperanza es un faro en la noche oscura del deseo,
un ancla que sostiene, un viento que lleva al barco al puerto.
Es la certeza de que lo prometido, aunque tarde, será cierto,
y que cada oración elevada es un hilo que nos conecta al cielo.
La paciencia, virtud de los fuertes, de los que saben esperar,
es la compañera de la esperanza, juntas saben caminar.
Porque la fe no es solo creer en lo que se puede tocar,
es saber que detrás de la bruma, el sol volverá a brillar.
Y así, en la comunión con lo divino, en la palabra sagrada,
encontramos la fuerza para creer, sin ver, en la madrugada.
Porque Jehová, amigo invisible, escucha la voz callada,
y en su tiempo perfecto, responde a la llamada.
La esperanza, entonces, no es un mero desear,
es un saber profundo, un confiar sin titubear.
Es la fe en que Jehová, en su eterno caminar,
cumplirá sus promesas, y nos enseñará a volar.
Así, en la quietud de la oración, en el susurro del corazón,
mantenemos viva la llama de la esperanza, sin razón.
Porque es en el amor de Jehová, en su eterna canción,
donde hallamos la certeza de que todo tendrá solución.
Que la esperanza sea la melodía que en el alma resuene,
y la paciencia, la danza que en el camino nos sostiene.
Porque aunque el tiempo humano es corto y a veces duele,
el tiempo de Jehová es un río que fluye y que siempre llena.
Mantengamos pues, esa esperanza, fuerte y serena,
y en la paciencia, encontremos la paz que tanto llena.
Porque Jehová, en su sabiduría, todo lo ordena,
y en su amor, nos guía, nos protege y nos enseña.