Pasajes
No merecemos esta zozobra de borrasca infeliz. Nadie nunca nos dijo cómo iba ser el después, un paso atrás (o adelante) de otro después, en una fila centípeda de despueses. No conocemos el manual del ser y la vida y la razón de ser; ese espasmo talmúdico e impreciso sobre tu vientre cavernario y mis dotes de frío huraño para los tiempos mejores. Ambos tuvimos un gato del color del olvido que casi nunca paraba en casa; que igual no había ratones, y la solución a las ratas no era un felino doméstico sino una trampa silvestre o un veneno industrial. Pasábamos horas haciendo el amor cotidiano en su pura efervescencia de sexo amazónico; éramos casi humanos cuando nos encontrábamos en la proyección banal de los espejos frugales; hacíamos el amor leyendo los lógicos y retorcidos caminos bifurcados en el laberinto de Borges; comíamos al cenit de la humanidad como si cada uno de nosotros fuera dios de su propia galaxia, y arrollábamos mosquitos a 80 por hora en la autopista de los enunciados sin referencia. Estudié de norte a sur los rescoldos sin abismos de tu piel, y en ella pude refugiar mi calma y mis ganas, y tuve tiempo de ponerle nombre a cada uno de tus lunares; sumado a la suma de las sumas restantes, tuviste tiempo de verme pensar en los nombres como pensando en hijos.
Era siempre y bien sabido que los coches de la zona alejada a mi casa padecían el fenómeno indescifrable de chocar contra una pared invisible; y a cincuenta metros del lugar donde ocurría el suceso, estábamos tu y yo, perpendiculares a los choques, viendo como un chevette o un corolla se hacían acordeón hasta fragmentarse en cámara lenta y dejar restos de fibra y vidrio por todo el lugar; La sensación es de adrenalina viva en la sangre: ver cómo se acerca en dirección a la pared invisible un conductor inocente con su auto inocente, y la tensión aumenta cuando ya está sólo a 100 metros del obstáculo, y entonces tu me aprietas la mano y estrujas la bolsa de frituras y te muerdes los labios, nerviosa, hasta que por fin se estrella el hombre contra la tapia invisible, consternado, sin saber qué pasó; y tú haces mofa del asunto con la analogía cruel de una mosca en la cocina que, anhela la libertad pero sin llegar a ella porque no comprende que la limita el vidrio de la ventana de la cocina. Entonces ambos nos descuartizamos de la risa, y luego de un rato se nos olvida la pared sin rostro y el chiste de la mosca.
En más de una ocasión tu mano se dejaba llevar de la mía, y entre ambos cumplíamos el ritual eterno de amarnos sin decirlo, e incluso dejar por sentado no besarnos mientras caminábamos, puesto que la primera y última vez que lo hicimos te mordiste el labio (¿O la lengua?) y desde entonces, cada vez que quisimos besarnos nos deteníamos en la acera para no reprimir el deseo y también recuerdo que en más de una ocasión llegábamos tarde a cualquier lugar; pero éramos felices. Entre ambos, con el intervalo de besos, nos leíamos relatos y poemas; y a veces ni nos escuchábamos, pero era hermoso verte en la atención firme de lectora culta, y explicando la yuxtaposición de ideas del autor leído (a veces, del autor desechado) hasta comprender de punta a punta cada vocal del texto para olvidarlo dos horas después. No hay instante que no figure el hecho de que ambos fuimos el uno para el otro y que entre ambos se tejía el complot siniestro de pertenencia acostumbrada, donde tú eras mía y yo era tuyo; y yo te preguntaba siempre, “¿Eres mía?” y tú, complaciente, vikinga y sensual me respondías “Solo tuya”; hasta que un día te vi en Pasajes, y entre tus manos, los labios…
En ambos se maceraba la nobleza conmovedora de novios apresurados; y con el amor de cada uno teníamos para cubrir al mundo de esa pantalla sincera de romance fluvial; amor reconocido, solo, por el sentimiento de las piedras. No fuimos pareja de contemplar atardeceres; esos donde el cielo parece cocerse a fuego lento, como si llorara el alma de los ladrillos más acá de las estrellas y mas allá de nosotros. Nuestro ritual era el de ver a otra pareja contemplar su atardecer de verano sangriento desde la butaca de un cine. Extrañarte en base a eso es perforar mi corazón con el filo de nostalgia por las cosas que nunca hicimos y que hace peor recordarte sin que en el ejercicio de la intención haya objeto.
De las imágenes más hermosas, nada como la de tu cuerpo desnudo, de espaldas. Una vez te vi leyendo no recuerdo qué, sobre la cama, boca abajo y con los pies en alto, como si cayeras de un sueño; en tu postura perfecta había olvidado, de momento, la exactitud de tu cuerpo; Uno puede olvidar de las personas ciertas cosas, pero contigo me sucede que incluso te invento detalles por encima de los que te conozco. Tantas veces, harta de amor puro, y envolturas de chocolate, te vi retozar las hurras ansiosas de mujer complacida; minutos antes, era yo el hombre perfecto, la clarividencia obvia, la lámpara de carburo para las noches sin luz eléctrica, el ovillo, el rostro en tu pared del coto de caza, la piel de madera del hombre simple que tanto te amó. Hoy pienso que tanto detalle sin lágrimas, fue solo el recuerdo efímero de un pasado sin piernas; que me he desgastado en complejos sin huesos, en calamidades que desajustan mi argumento de hombre triste, en libros, que, leídos, me enseñan la cruda existencia de un hombre que no soy yo, que le va peor, y que luego, somos dos. Tan importante, tú para mí, que mantuve cerca los detalles que te hacían grande. Como cuando juntos nos besábamos bajo cortinas de tafetán y entre ambos degustábamos el café de los domingos. Que en domingos, como muchos domingos sin ti… casualmente un domingo te vi en Pasajes…
Recuerdo que la primera vez que te besé, estábamos cerca, ni cerca así, de besarnos. Pero eso es algo de ojos para afuera, pues del deseo hasta las entrañas yo te estaba comiendo con los ojos, y tú… bueno, tú te aplicabas sal y pimienta. La condición humana de amar me lleva siempre a esos jardines solitarios de mis sueños; Lugares que no conocí en la realidad, pero que en sueños son mi realidad absoluta; una vez soñé que me decías “te amo” detrás de un árbol de trinitarias, y acercándome, te reconocí el pulso y los lunares incontables; justo cuando estaba por poseerte, me poseyó antes en un enredo onírico, la malva tóxica de una cicuta; una cicuta en mi propio jardín del deseo; tras despertar había llegado a la conclusión ferviente de que te amaba sin remedio alguno. De que cualquier cosa sin respuesta en el universo, debía llevar por respuesta los caracteres de tu nombre. Recuerdo el día que fuimos a comprar el gato, fue una semana después de mi sueño; Recuerdo el día que te vi en Pasajes; fue varios meses después de comprar el gato.
Nuestro idilio fue siempre como el recuerdo en pausa de un bailarín sordomudo; una conexión riesgosa de cobre a tierra entre negativo y positivo que acaba bajo el mar; Fue la imagen perpetua de tus ojos en llanto cuando marchábamos a dormir. Más de una vez me callé las preguntas en cuanto a ese llanto tuyo en horas de dormir; había una melancolía lacónica que no solo te estaba consumiendo desde dentro, sino que me despertaba el contacto de esa lluvia de ceniza en toda la habitación, y abrumado te contemplaba para saberte tranquila y fue cuando descubrí que el origen de la ceniza provenía de la deflagración silenciosa de tu amor por mí. También lloré, a tu lado, como despidiendo en un muelle la barcaza de nuestro futuro, y en instantes recordaba las risas de cada encuentro, las risas de los chistes, las risas del después del amor salvaje, y las risas del coche hecho trizas; entonces lloré, la última noche, a tu lado, como compadres de lágrimas, y desde el crepúsculo hasta al amanecer, vi como todo tu amor se extinguía desde tu pecho brotando y esparciendo por toda la habitación hojuelas de ceniza, expuestas así como desde el vientre de un volcán.
No tuve tiempo de pasar mis horas en compañía con ese amigo común que fue nuestro gato. Gato que derrochaba la simpatía propia de un marco sin foto, pero que nos daba gusto su ímpetu aprovechado de mascota con hambre. Ya ni recuerdo si era de esos gatos atigrados o siameses; en él, como en ti, conservo la imagen del color de la tierra: una aleación etérea entre los colores del alba vistos con lentes de sol. Nada más que un gato del color del olvido, efímero como el amor de ese gato por sus dueños. Su nombre no me viene a la mente; es como querer recordar el color de nuestro primer beso. La trivialidad entre dueño-mascota es un pensamiento fuera de base (de mis bases). Lo siento libre: libre en su mirada de rumiante flojo; libre en su condición de vividor consiente; libre en su muladar de gato sonriente desde la otra esquina en la mesa de Pasajes, y con él…
Pasajes es un bulevar lleno de beatniks y bohemios. También concurrido por abogados, arquitectos, ingenieros, educadores… pero más frecuentado por jóvenes que idolatran la existencia de la literatura moderna con solo leer el lado de acá de Rayuela. Otros muy bien ocupados en el arte de la literatura, declaman en vivo, poesía muerta, como legionarios recomendados por el pasado que no nos tocó vivir. Pasajes cuenta con venta de accesorios artesanales, vinos de páramos, dulces caseros, lociones de ultramar, cigarrillos moscovitas, etc. En zigzag se conectan más allá de las mesas un total de seis lugares cómodos donde venden café y postres. Además de dos kioscos donde venden libros, Isidoro es el único que pone en el suelo una colección brutal de libros usados a buen precio que nadie compra. No hay lugar más hermoso, como Pasajes, para drenar la rutina de los días fuera de casa; para salir del sesgo mañoso de ser siempre el mismo con la agobiante idea de ya no saberte mía. Y en pasajes, luego de tanto tiempo sin tener contacto con el exterior, fui a pasar mi tarde tranquila leyendo a Rafael Alberti. Sobran las mesas, sobras los meseros, y sobra quizá Pasajes para salir del triste rincón donde pasaba mis horas charlando con arañas sobre lo mucho que te extraño; en esa casa donde cultivo la esperanza de verte a mi lado perdiendo la cabeza (de risa) mientras un inocente pierde la suya (en un choque); En ese triste refugio de aluminio que es mi corazón. ahora que vengo a pasajes, a librar mis penas, a purgarme de ese sabor a plástico de mi soledad desalmada; a encontrarte (días después) un domingo como cualquiera, con tus manos en el rostro de un hombre que sonríe frente a ti; Recuerdo cuando me decías que eras “solo mía” y no puedo más que petrificarme de tristeza y de dolor, viendo como ríes, con café y chocolates amargos sobre la mesa; Sonriendo y con un libro de Lezama del lado de él, y sobre tus piernas, ronroneando, un gato del color del olvido.
Blas Roa
14/09/14