Me vi hoy temprano en el espejo
soplando más velas de lo debido,
mientras pedía deseos a barlovento
de unos años que van pisando las flores
sin siquiera dignarse a contemplarlas.
Creí reconocerme reflejado
en aquel miércoles
de encendida ceniza,
cuando te conté y lloramos juntos
los recuerdos agrios
de una niñez que acababa volviendo
a cada piedra del camino.
Torcíamos entonces las esquinas
de las horas
como si fuesen páginas de un libro
olvidado en la mesilla de noche.
A la manera de novios antiguos,
no pagábamos peaje por las sonrisas
lanzadas a las adelfas mientras
paseábamos a la orilla de un río
que se complacía
en hacernos creer,
por piedad o por diversión,
que era el mismo del día y la noche.
Seguimos todavía jugando al despiste
con el ocaso y sus secuaces.
Continuamos disfrutando
contando historias,
tratándose quizá de la misma
a la que ponemos distintas voces.
Sin procrastinar besos
ni sosegadas cartas
con sello de urgencia,
la muerte presentida se hace amable
compañera de viaje habituada
-y algo cansada ya-
ante nuestras simples, sencillas,
inacabables
palabras de amor.