En el vasto tapiz de la existencia, donde cada hilo es una vida y cada color un sentimiento, la venganza se presenta como un matiz oscuro, una sombra que amenaza con ensombrecer la belleza del conjunto. Pero hay una fuerza, invisible y todopoderosa, que mantiene el equilibrio y la armonía: la justicia divina, que fluye con la paciencia y la precisión de un relojero celestial.
En el reino de lo eterno, donde el tiempo se despliega como un río sin fin, la justicia de Jehová se manifiesta no en las aguas turbulentas de la ira humana, sino en la serenidad de un curso que sabe a dónde va. Es un agua clara que lava las heridas, que purifica sin destruir, que renueva sin arrasar.
La ira del hombre, efímera y ciega, es como una tormenta que ruge y pasa, dejando a su paso solo el eco de su furia. Pero la justicia de Dios es como el sol después de la lluvia, que seca las lágrimas y calienta los corazones, que promete un nuevo día en el que todas las sombras serán disipadas.
Perdonar es confiar en esa justicia superior, es creer que hay un orden mayor que se impondrá, que hay un bien que prevalecerá. Es tener fe en que, más allá de nuestra visión limitada, hay un ojo que todo lo ve, un juez que todo lo entiende, un padre que perdona.
Y así, en la espera de ese nuevo mundo prometido, donde las heridas del alma serán solo un recuerdo lejano, donde el corazón no conocerá más el dolor del pasado, podemos vivir con la esperanza de que cada injusticia será rectificada, que cada lágrima será contada, que cada sonrisa será devuelta.
Porque en el gran diseño de Jehová, no hay error que no pueda ser corregido, no hay daño que no pueda ser reparado, no hay corazón que no pueda ser sanado. Y en ese día, cuando el nuevo mundo amanezca, veremos que todo lo que fue roto será restaurado, que todo lo que fue perdido será encontrado, y que todo lo que fue oscuro será iluminado por la luz de la justicia perfecta.