Tenía la casa familiar
un reloj de péndulo
que encerraba para la niña
el primer misterio
de lo perpetuo
entre sus cadenas.
Las pesas, cilindros
de oro apagado,
miraban a tientas,
miopes como ella,
las primeras vistas
a un solitario salón
de porte solemne
a través del tímido
cristal graduado
en el tiempo
y su sabiduría
Las campanadas,
siempre inesperadas
como lágrimas
de colegial enamorado,
repartían bostezos entre sillones
y almohadas blancas
como alma pura.
Pronto podría salir
la niña miope a jugar al patio
de la gran casa,
todavía adormecida
en secreto,
despidiendo a un sol,
que no dejaba de mecerla,
hecho lúcida camisa de rayas
entre las persianas
de un cuarto de zócalo y
colchón de lana.