Tomás Sánchez Rubio

PETUNIAS

Juro que lo veía todos los años

al pasar por su lado,

camino de casa,

mientras me complacía en

arrastrar los pies

deshaciendo

los túmulos callejeros

de hojas caídas.

 

Semejaba una estatua dibujada

con mano tímida por las difusas sombras

del crepúsculo, sin pedestal

ni corro de palomas,

celofanes volanderos,

que vistiesen de fingida alegría

su desamparada desnudez.

 

Superviviente de mil batallas invisibles,

presentes cada mañana solo

en su frágil corazón,

yacía sentado en la plaza,

en el tercer banco de piedra

a la derecha de la vieja farola

de tres brazos.

 

Sostenía en su mano izquierda

un ramo de petunias,

revoltijo humilde de risueña

y colorida tristeza.

 

Con la mirada ausente

de quienes ven más allá

del ensortijado mezquino enjambre

de los días, sonreía a sus fantasmas

evocando la mañana en que aprendió

a decirle mentiras cariñosas a su madre

cuando dejó de reconocerlo,

o bien aquella noche cerrada de hospital

donde se había dado cuenta

de que la vida sigue

a pesar de sus bromas pesadas

de chica mala que,

al enojarte con ella,

te mira con ojos inocentes.

 

Cada año, lo juro, llevaba petunias

a un banco de su plaza,

enredada de niños ausentes

y gente presurosa,

por si la muerte se dignaba visitarlo

con vestido de noche

y labios fruncidos,

para besarlo en la frente,

muy de mañana,

algún treinta de octubre.