Miro el planin y hay vacaciones,
bueno, tanto como vacaciones,
cuatro días al final de la semana,
la fiesta de la virgen de agosto
propicia este paréntesis laboral,
y viene bien, sobre todo en verano,
cuando todo se para, el parpadeo
verdirojo de los semáforos se ralentiza,
se acompasa a la quietud ambiente
y se acomoda por arte de magia,
y voy por las calles respirando,
sorbiendo hacia dentro ese sopor,
ese apenas susurro que se expele
de los escasos tubos de escape levitando
sobre un asfalto caliente, que hierve
ausencia, pero no una ausencia aciaga,
que quema, sino una ausencia de convento,
de las que invita a recogerse, a mirarse dentro,
por si todavía queda alguna mota de polvo,
alguna suciedad olvidada de trapo, y ando,
sigo andando las calles, bebiéndomelas,
parando si es preciso en alguna fuente,
postrera, eventual, que me sale al camino
como las chicas que en los bares de copas
se me cruzan con tarjetas de invitación
si tengo a bien pararme aunque sea solo
para aprovecharlas, sin afición alguna,
sin visos de fidelizarme a su música, sus colores...
Miro el planin y hay vacaciones —el jueves—.
Tengo planes de andar por casa —nunca mejor
dicho—, y alguien, en Italia, me pone los dientes
largos, y las ganas de acariciarla, inmensas...
Son menos diez, voy publicando ya que a la una
tengo que cortar —la necesidad de lucro me llama—.