A priori el calor se tornaba
despacito a mis pies,
como venido a menos.
Como si ensanchara la
nostalgia pastoriza,
de los gerundios, que
abandonó otro día la poeta
mayor.
Pero vestía el cielo una
mañana de octubre
y no era frío ni el silencio tuyo,
ni los estrepitosos
ruidos
del diccionario a mi
costado.
En Santiago se atendía -con
buenos ojos-
el arribo de los colores a una
vanguardia predestinada
desde
la
primavera enhiesta en su
decoro,
la
rosa más azulada
y el final de la grisácea...
soledad.