A veces el amor es como un río
que se desvía entre piedras y maleza,
otras, es un susurro que se apaga
en la distancia de una llamada perdida.
Nos amamos, sí, pero ¿cómo?
con la urgencia del reloj que no espera,
con las dudas que brotan en silencio
y con el miedo constante de perderse.
Es curioso cómo nos buscamos
en cada esquina de la rutina diaria,
en los mensajes que nunca dicen todo
y en las miradas que esquivan lo profundo.
A veces nos amamos sin decirlo,
como quien guarda un secreto en los labios,
y otras veces lo gritamos tan fuerte
que las palabras se rompen en mil pedazos.
El amor tiene su manera de ser complejo,
de volverse un enredo de pensamientos,
de ser ese eco en la noche
que nos recuerda lo que no hemos dicho.
Nos duele el amor, y no lo negamos,
porque duele la incertidumbre de mañana,
porque la distancia es un puente frágil
y la cercanía, un laberinto sin salida.
A veces el amor es tan simple
como tomarse de las manos sin palabras,
pero otras veces es una batalla
contra el tiempo, contra el silencio, contra nosotros.
Y en medio de todo, nos encontramos,
aunque a veces solo sea por un instante,
porque el amor, aun con sus complicaciones,
es el único idioma que hablamos sin aprenderlo.